…parece ser el objeto último del célebre ensayo Homo Videns (1997) de Giovanni Sartori (1924-2017), que a partir del estudio del tipo de hombre que da título al libro procura analizar las repercusiones que para el sistema político democrático conlleva la emergencia de este “vídeo-niño” incapaz de abstracción de ideas y conceptos complejos tanto como de reflexión sobre los mismos.
“Lamentamos el hecho de que la televisión estimule la violencia, y también de que informe poco y mal, o bien de que sea culturalmente regresiva (como ha escrito Habermas). (…) Pero es aún más cierto y aún más importante entender que el acto de telever está cambiando la naturaleza del hombre” en la de un sujeto “educado en el tele-ver incluso antes de saber leer y escribir”.
“Así, mientras nos preocupamos de quién controla los medios de comunicación, no nos percatamos de que es el instrumento en sí mismo y por sí mismo lo que se nos ha escapado de las manos”, señala desde el prefacio, aunque admite que “la televisión beneficia y perjudica, ayuda y hace daño”, queriendo rechazar con ello las acusaciones de “apocalíptico” (según los términos de Eco).
El autor traza de hecho una distinción entre el entretenimiento y la información, aunque su premisa radical sea que “todo el saber del homo sapiens se desarrolla en la esfera de un mundus intelligibilis (de conceptos y de concepciones mentales) que no es en modo alguno el mundus sensibilis, el mundo percibido por nuestros sentidos”, que es básicamente el que nos puede mostrar la televisión.
O más directamente: “Casi todo nuestro vocabulario cognoscitivo y teórico consiste en palabras abstractas que no tienen ningún correlato en cosas visibles, y cuyo significado no se puede trasladar ni traducir en imágenes”, mientras que “la televisión produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender”.
LA AUTORIDAD INMERECIDA DE LA IMAGEN
Sartori remarca que “la imagen no da, por sí misma, casi ninguna inteligibilidad. La imagen debe ser explicada; y la explicación que se da de ella en la televisión es insuficiente”; pese a lo cual, “las cosas representadas en imágenes cuentan y pesan más que las cosas dichas con palabras”, porque gozan de “la autoridad de la imagen” ante un público formado en el “tele-ver” (sea TV o tubes).
Con la televisión (más aún que con el cine o la fotografía), “la autoridad es la visión en sí misma, es la autoridad de la imagen. No importa que la imagen pueda engañar aún más que las palabras (…). Lo esencial es que el ojo cree en lo que ve; y, por tanto, la autoridad cognitiva en la que más se cree es lo que se ve. Lo que se ve parece “real”, lo que implica que parece verdadero”.
Al par que la imagen ejerce esta autoridad falaz (puro autoritarismo, en rigor, por la propia esencia pasiva del acto de recibir imágenes), la televisión “atribuye un peso desconocido y devastador a los falsos testimonios”, entendiendo por estos las declaraciones de personajes populares para nada expertos en las cuestiones sobre las que se permiten opinar, pero que influyen masivamente.
Como “el vídeo-dependiente tiene menos sentido crítico que quien es aún un animal simbólico adiestrado en la utilización de los símbolos abstractos”, Sartori alerta contra su falta de “capacidad de distinguir entre lo verdadero y lo falso”, porque suele ser irrelevante a la hora en que la TV demanda su presencia opinando de cualquier cosa o cuando el encuestador le sondea políticamente.
LA VÍDEOCRACIA COMO AMENAZA A LA DEMOCRACIA
Como indica el propio autor, los progresos asociados al mundo de las comunicaciones nunca han suscitado reacciones hostiles, a diferencia de la introducción de máquinas en el proceso productivo: así con el periódico o el teléfono, la radio, la TV y en nuestros tiempos Internet, recibidos por la inmensa mayoría como “favorables para la difusión de información, ideas y cultura”.
Pero la TV en concreto “es sobre todo una sustitución que modifica sustancialmente la relación entre entender y ver. Hasta hoy día, el mundo, los acontecimientos del mundo, se nos relataban (por escrito); actualmente se nos muestran, y el relato (su explicación) está prácticamente sólo en función de las imágenes que aparecen en pantalla”, ocultando la información no visible: casi toda.
De esta nueva conformación mental inducida por la cultura audiovisual deriva Sartori algunas perniciosas consecuencias para el sistema democrático, como la “aldeanización” de la política o su “personalización” cada vez mayor, porque “el mundo visto en imágenes es necesariamente un mundo de primeros planos: algunas caras, un grupo, una calle, una casa”, no de conceptos e ideas.
Por su necesidad de imágenes, la TV impone a los políticos un discurso particularista dirigido al sentimiento de los telespectadores, al tiempo que “cada vez tienen menos relación con acontecimientos genuinos y cada vez se relacionan más con “acontecimientos mediáticos” (…) seleccionados por la vídeo-visibilidad y después agrandados o distorsionados por la cámara”.
GOBIERNO DE OPINIÓN MEDIATIZADO
Sartori asume que “la democracia representativa no se caracteriza como un gobierno del saber sino como un gobierno de la opinión”, por lo que se cuestiona hasta qué punto la TV ha adulterado el proceso de conformación de la opinión pública que debe hacerse responsable de la elección de los gobernantes y de controlar sus decisiones, cada vez más mediatizados unos y otras: teledirigidos.
Al empobrecimiento del discurso político con su sentimentalización y localismo se une el hecho cierto de que la TV influye no sólo en el qué y el cómo del mismo, sino en la misma elección del quién. En la actualidad, a la telegenia de los candidatos se le suma además la imposición de su agenda política, puesto que se da prioridad absoluta a las cuestiones tratadas por las cadenas de TV.
Para Sartori es claro asimismo que en las últimas décadas “el pueblo soberano” opina “sobre todo en función de cómo la televisión le induce a opinar. Y en el hecho de conducir la opinión, el poder de la imagen se coloca en el centro de todos los procesos de la política contemporánea”, por lo que cada vez con más frecuencia los políticos toman sus decisiones en función del último telediario.
“La videocracia está fabricando una opinión sólidamente hetero-dirigida que aparentemente refuerza, pero que en sustancia vacía, la democracia como gobierno de opinión. Porque la televisión se exhibe como portavoz de una opinión pública que en realidad es el eco de regreso de la propia voz”, ya que lejos de informar “refleja los cambios que promueve e inspira a largo plazo.”
OBJECIONES A INTERNET
Frente a la pasividad del telespectador, Sartori logró ver hace ya más de dos décadas las potencialidades de la Red, por entender que la experiencia activa del usuario puede abrirle el más vasto territorio de oportunidades para la formación y la información, así como para el mero entretenimiento, de que haya gozado jamás cualquier generación anterior de seres humanos.
No obstante, condiciona de nuevo las bondades del medio a la crianza del niño en el tele-ver, ya que “las posibilidades de internet son infinitas para bien y para mal” y “son y serán positivas cuando el usuario utilice el instrumento para adquirir información y conocimientos (…), por el deseo de saber y entender. Pero la mayoría de los usuarios de internet no es, y preveo que no será, de esta clase”.
Para Sartori, la formación del vídeo-niño “hará pasar a internet a analfabetos culturales que rápidamente olvidarán lo poco que aprendieron en la escuela y, por tanto, analfabetos culturales que matarán su tiempo libre en internet, en compañía de “almas gemelas” deportivas, eróticas, o de pequeños hobbies. Para este tipo de usuario, internet es sobre todo un terrific way to waste time”.
La negativa (por resultar también falaz, como la “vídeo-política”) influencia de los sondeos y encuestas de opinión no meramente electorales en el sistema democrático, la reivindicación de la “cultura del libro” y de la exigencia en la educación son otras cuestiones relacionadas en esta defensa a ultranza del “demo-saber” para conservar el “demo-poder” en una obra ya clásica.