Existió un hombre, creo, en algún sitio, que tenía una manzana por nariz (aunque pueda sonar un tanto extraño). Cuando su madre aún vivía, había acudido a muchos de los mejores especialistas en narices de todo el mundo, pero ninguno había sido capaz de dar con la solución a su problema, porque ninguno, siquiera, había logrado encontrar el origen de esa extraña anomalía nasal.
El caso es que el hombre había pasado una infancia muy dura, siempre yendo de un lado para otro del brazo de su madre en busca de un remedio para su malformación. La buena señora lo había intentado todo con su hijo, pero nadie, nadie, ni nada, nada, le había servido para conseguir volver a su hijo normal.
El niño había crecido, sin embargo, con no demasiadas preocupaciones en su cabeza. Había asistido a un colegio normal, con el resto de los niños y las niñas de su edad, normales, e incluso se había llegado a hacer un grupo de amigos, normales y sanos, y gozaba del aprecio de todos sus profesores, también muy normales. Lo que no consiguiera acudiendo a los múltiples especialistas, su madre lo había conseguido mediante el empeño y la buena voluntad que poseía: había integrado al niño en la sociedad, como una persona normal.
Sin embargo, la mujer había muerto de una embolia cerebral cuando aún no contaba los 50, y el niño se había quedado solo en este extraño mundo normal. A partir de este momento, todo empezó a quebrarse y retorcerse en la vida del hombre que tenía, que seguía teniendo, una manzana por nariz. A punto de salir de la adolescencia, la gente empezó a considerarle como anormal y extraño a ellos.
Nada hubiera pasado, probablemente, si esta extrañeza hubiera apartado al hombre que tenía una manzana por nariz de la sociedad normal en la que vivía, pero el problema surgió debido a que esta sociedad normal no quería dejar al hombre en paz. No le bastaba marginarlo, apartarlo de sí, porque el problema seguiría allí y podría crear precedente (qué molesto tener que buscar un lugar solitario y apartado del mundo normal para todos y cada uno de los hombres o mujeres que no fueran normales, como los demás). No, aquello no tenía ni pies ni cabeza (¡tenía una manzana por nariz!), y era necesario encontrarle una solución. Otro gran problema que tenía aquel hombre, el anormal, es que ya se había instalado demasiado profundamente en la estructura de la sociedad normal, gracias al esfuerzo y los contactos de su madre, y, en aquellas circunstancias, era del todo incorrecto, e incluso inmoral, desarraigarlo de cuajo de su normal ubicación. Hacía falta presionarlo desde dentro, para que él mismo decidiese aceptar su anomalía y terminar con ella.
Pasaron varios años. El hombre con una manzana por nariz siguió viviendo su vida, intentándolo, vaya, intentando vivir el tipo de vida que le dejaban las personas normales que lo rodeaban (rodeándolo, estrechándole el cerco).
El ambiente en que se movía se había vuelto, sin embargo, insano e irrespirable. Tenía un trabajo, pero ninguno de sus compañeros lo trataba. Vivía en una urbanización, pero ninguno de sus vecinos lo saludaba y normalmente bajaban la vista cuando él pasaba a su lado. Iba a jugar al golf, como las personas normales, pero todos los que jugaban a su alrededor cambiaban de hoyo cuando él llegaba, y se escapaban discreta pero velozmente en sus carricoches. Todos sus antiguos amigos lo habían dejado de lado, más por la presión de la sociedad que por cualquier otra razón normal. Las chicas huían ante esa presencia vegetal. Tenía grandes problemas con los perros callejeros que pululaban hambrientos por las calles (pues la manzana siempre se había conservado lozana e intacta en su madurez, y encima era de un tamaño considerable). Los niños se reían de él cuando lo veían caminar por la calle delante de ellos. Lloraba todas las noches.
Intentó incluso arrancarse la nariz, bueno, la manzana, utilizando un cuchillo de cocina muy afilado (algo anormal en muchas de las cocinas que yo conozco), pero hasta esto fracasó, pues la nariz se regeneraba una y otra vez y siempre aparecía de nuevo, esplendorosa en toda su escarlata dimensión.
Paralelamente a estos sucesos, del todo normales si tenemos en cuenta que la gente… bueno en fin, paralelamente a estos sucesos, un joven periodista, liberal e intrépido como él solo, un poco fuera de lo normal, quizá, se interesó por el caso de este marginado y decidió empezar a investigar y a escribir sobre el caso.
Como en el fondo el chaval era bastante normal, y además era buen escritor, impulsivo y arrogante, guapo, gentil, idealista y honesto, la gente empezó a leer lo que él escribía y, en cierta medida, a comprender sus razonadas y claras argumentaciones sobre el tema, lo cual llevó a la sociedad normal a aflojar el nudo ahorcaperros que llevaba años tensando en torno al cuello del hombre con una manzana por nariz, y entonces, todo ello, todo este proceso de influencia sobre la gente normal, cristalizó en la final aceptación del hombre anormal, o sea, el que tenía una manzana por nariz, por la sociedad normal, aunque alguno había todavía, sin embargo, con algunas reticencias (como es de uso en cualquier sociedad normal y, aún más, si ésta es democrática y plural).
No obstante, esta historia no acaba aquí, como sería de suponer, porque a veces las cosas no son tan normales como parecen, o tan normales como deberían ser. Ni siquiera son tan normales como podrían serlo si la gente normal no…pero bueno, qué más da.
El caso es que el gran éxito alcanzado por el periodista, debido a su campaña a favor de la integración del hombre que tenía una manzana por nariz, propició que ascendiera en su periódico y que se hiciera con una gran parte de las acciones del mismo. Asimismo promovió un cambio de gobierno, pues la gente achacó al anterior la libertad con que se había maltratado y vilipendiado al hombre anormal, y el nuevo gobierno, mucho más progresista, lanzó nuevas leyes para evitar que esto pudiese ocurrir otra vez (es decir, que un hombre que tuviera una manzana por nariz fuese vejado o marginado por la sociedad).
Pasaron un par de años más, y resultó que un pequeño empresario, de esos que con buena vista y un par de lances afortunados (a ser posible no muy limpios ni muy correctos) se acaban comiendo el mundo en un periquete, decidió proponer a su amigo el vicepresidente del gobierno un negocio redondo. El tema en cuestión era promulgar una ley mediante la cual, apelando al sentido moral (también llamado de culpabilidad) de los ciudadanos, se obligase a todos y cada uno de los integrantes normales de la sociedad a lucir una lozana reineta en la nariz. Aprovechando el tirón comercial de aquel hombre, ya casi olvidado por todos, que tenía una manzana por nariz, llamando a la solidaridad para con él desde el gobierno e institucionalizándolo en una ley compulsiva, nada podría fallar, y el empresario, que poseía tres pequeñas empresas, que por casualidad eran la una de reinetas, la otra de cordones elásticos y la última de esos enseres tan útiles para agujerear las patatas, tampoco podía fallar ni dejar de regocijarse al comprobar que, efectivamente, todo el mundo empezó a lucir hermosas manzanas por napia, anudadas cuidadosamente con cordones elásticos y ajustadas a las prominentes narices gracias a la cavidad realizada en uno de los lados de la acorazonada fruta.
Realmente fue estúpido todo aquello.
El hombre con una manzana por nariz se hizo multimillonario vendiendo su imagen a las casas publicitarias, que empezaron a usarle para todo tipo de ofertas.
Aquel pequeño empresario, tan vivaz y emprendedor, unificó sus tres pequeñas empresas en una sola, grande y libre de intervención estatal, gozando de un monopolio brillante y productor de inimaginables beneficios.
El periodista aquel que había salvado de la marginación social al hombre antiguamente anormal fue incluido en todos los libros de literatura de las sociedades normales y manzanonasales (como símbolo de la libertad, por supuesto). [Extrañamente, se suicidó al conocer la noticia de la nueva ley, pero a nadie le importó ni le extrañó demasiado, pues ya había pasado a la historia de los grandes mitos sociales, y a la de los grandes paladines de la libertad, y a la de otras tantas cosas normales y buenas y progresistas].
Por último, el gobierno (que sacaba un tanto por ciento de pingües beneficios con la «Ley de impropiación progresiva de manzanas sobre la prominencia nasal humana normal») decidió, ante la reticencia de ciertas minorías insolidarias a adoptar una manzana por nariz, castigar duramente a todo aquel que no mostrase su nueva condición nasofrutal en público, y puedo dar fe de que nunca antes se vivió en aquella sociedad tan normal unas represiones policiales tan duras y extremosas como las de entonces. La sociedad estaba de acuerdo.
[No me extraña, puede que esto fuese hasta normal.]
9 de abril de 1997