…compendia las observaciones que el escritor francés Georges Roux realizó en 1933 sobre el régimen de Benito Mussolini, del que destacó como rasgos más decisivos y originales el recurso retórico (y práctico) a la violencia, su organización corporativa de los sindicatos, la recluta para el adiestramiento físico e ideológico de la juventud (incluso de la infancia) y su Socialismo primigenio.
Al respecto, Roux refiere cómo en la Marcha sobre Roma de 30 de octubre de 1922 “las camisas negras de los Fascios de Mussolini estuvieron acompañadas por las camisas azules de los miembros de una agrupación política hoy olvidada, pero que, en la evolución italiana, desempeñó un papel decisivo: la “Idea Nazionale”. Fundada algunos años antes de la guerra, bajo la influencia manifiesta de las teorías de Maurras (…) No logró nunca otra adhesión que la de algunos intelectuales.”
Pero ya en 1923 fascistas y nacionalistas se fusionarán con el nombre de Partido Nacional-Fascista, lo que para Roux implica que el Duce hallará “el apoyo doctrinal que le faltaba: la idea nacional será el centro de su sistema político. Y como él y algunos de sus colaboradores proceden del socialismo, añadirán a aquella idea sus concepciones sociales. El nacionalismo aparecerá como el contrapeso conservador a lo que exista de revolucionario en el socialismo mussoliniano. Esta combinación de equilibrio constituye la esencia del fascismo. En el aspecto político, nacionalismo; en el aspecto social, socialismo.”
Del carácter totalitario de la nueva doctrina revela el autor que “el fascismo quiere estar en todas partes y serlo todo. La vida sólo debe existir para él.” Según proclama Mussolini:
“Nada fuera del fascismo; todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado.”
“A esta gigantesca empresa acaparadora, todo lo extraño le resulta sospechoso. Ninguna neutralidad es posible, la palabra repugna. Sólo se admite o la adhesión total o la posición de adversario. Todo individuo o toda organización no fascista se consideran como una posible fuente de hostilidad. La eliminación de todo cuerpo extraño es el primer cuidado del régimen. Se desea la unificación absoluta de la vida espiritual de la Península, y parece existir un vasto plan de destruccion de todo lo que algún dia pudiese constituir un obstaculo a esta uniformidad.”
LA IGLESIA CATÓLICA, ÚNICA OPOSICIÓN AL RÉGIMEN
Pese a las ensoñaciones retrospectivas de un Bertolucci, lo cierto es que no hubo más oposición al Nuevo Régimen que la de aquellos sacerdotes y seglares católicos que se resistieron a la asimilación al Estado fascista de toda la masa social italiana. Básicamente, porque a Socialismo y Nacionalismo los fascistas añadieron su Mística del Fascismo, netamente anticristiana, con ribetes tanto paganos (de la antigüedad grecolatina) como católico-imperiales (genuinos de la Roma poscristiana).
Así, a la exaltación de la fuerza viril, de la violencia y de la acción, se une el desprecio por las virtudes cristianas de compasión, piedad, humildad, “denunciadas como señales de debilidad” por los fascistas. Y el Régimen pretende adoctrinar a las nuevas generaciones en ésa que el propio Mussolini definió como “educación guerrera”, frente a la cristiana, en unas declaraciones de 1929:
“Teniendo que defender cada día nuestra existencia de gran pueblo, no podemos de ninguna manera ceder al engaño de un universalismo que se explica en los pueblos que alcanzaron pleno desarrollo, pero que no puede admitirse en un pueblo que está aún en camino.”
Un año antes, el ministro fascista de Instrucción Pública había sostenido en un discurso a los jóvenes:
“¡Ah! ¡Cuán bella será la guerra que deberéis hacer, la guerra en la cual sentiréis dentro de vosotros y detrás de vosotros toda Italia unida que os acompañará, os asistirá, que os besará en la frente por vuestra victoria!”
El por entonces Papa Pío XI censuró por el contrario “el espíritu que adiestra a los jóvenes para la conquista”, ya que no en vano Fascismo y Catolicismo se disputaban las almas de los italianos de aquel tiempo, desde la Educación a la organización de la vida social y laboral, y declaró “inconciliable” la doctrina fascista con la católica.
Roux sintetiza la estrategia totalitaria de Mussolini citando al propio Duce:
“El Papa y nosotros hemos sido hechos para colaborar. Yo me ocupo de los vivientes, el reino del Papa es el de las almas. Todo se arregla a satisfacción. Yo cojo al hombre cuando nace y no lo abandono hasta el momento de su muerte, que es el momento en que corresponde al Papa ocuparse de él”.
Pero la Iglesia se mantuvo en su ortodoxia, en vez de fascistizarse, pese a la manifiesta hostilidad anticlerical que los fascistas se encargaron de reavivar y alentar de nuevo en Italia.
LA OBRA SOCIAL FASCISTA
Toda su crítica al planteamiento radical del Fascismo no impide aun y todo que el autor pondere los logros que hoy denominaríamos simplemente “económicos”, pero que en su momento supusieron los grandes avances en agricultura, urbanismo, industrialización e infraestructuras de transporte que, en países como Italia, eran campos subdesarrollados en los que se mantenía a duras penas una superpoblación en condiciones miserables que sólo paliaba la masiva emigración a América, hasta que Mussolini la prohibió.
Roux señala de hecho cómo la política natalista mussoliniana resultaba contraproducente en una sociedad que repentinamente veía las puertas de salida a su pobreza cerradas, y se imagina que esta acumulación de excedente de población no tiene otro objeto a la postre que servir en la Guerra que tanto parecen anhelar los jerarcas del régimen con sus inflamados discursos de odio, violencia y pathos bélico pagano, y que se producirá primero en Libia y Abisinia con el designio de la reificación de la Roma imperial, y prácticamente de seguido en Europa, durante la II Guerra Mundial, contra Grecia y los países reunidos en la Yugoeslavia (“Eslavia del Sur”).
Entre tanto, en el interior del país prosigue la obra unificadora, centralista, nacionalizadora, fascistizante… y el elemento que procura el éxito inmediato del régimen en su tarea de sustituir “la lucha de clases” en Italia por “la lucha por la supervivencia” de la Patria es el Sindicato. En palabras de Roux:
“La obra social más importante del fascismo es, sin duda alguna, su organización sindical. Afecta a la misma estructura del Estado, modificando su carácter individualista moderno. En 1926, el fascismo se proclama Estado corporativo. Una ley de 3 de abril de 1926 y un decreto de 1º de julio siguiente establecen los fundamentos del sistema, reivindicando claramente para el Estado el derecho a regular las relaciones entre el capital y el trabajo. Finalmente, en 21 de abril de 1927, aniversario de la fundación de Roma según la leyenda, se promulga solemnemente la Carta del Trabajo. Lo esencial de la reforma es esto: el sindicato, al igual que la corporación, pasan a ser órganos del Estado italiano. Se los despega de lo que los fascistas llaman el mito internacionalista, para integrarlos en la vida nacional.”
Pero esta apariencia de modernidad organizada, un Estado fuerte y centralizado capaz de unir lo que milenio y medio llevaba desunido, así como de vertebrar las relaciones interclasistas mediante lo que hoy llamaríamos “diálogo social”, que fue tan apreciada por personajes tan disímiles como Churchill o Valle-Inclán, Ortega o Croce, y cuyo modelo político-administrativo-económico trató parcialmente de emular el dictador español Primo de Rivera, ocultaba a juicio de Roux una tendencia más hacia la Revolución que hacia el Orden, como acabaría demostrándose años después con la entrada en guerra contra Francia e Inglaterra de la mano de Hitler.
CONCLUSIONES SIN EL FACTOR HITLER
Roux reseña que el pragmatismo -tal vez por el mismo carácter italiano, de Pueblo viejo- es la esencia del fascismo, por lo menos antes de su definitiva plasmación en social-nacionalismo; y lo enfrenta no en vano con el marxismo-leninismo: “(…) lo que distingue fundamentalmente el fascismo del bolcheviquismo moscovita, producido también por la guerra y surgido de las ruinas de una descomposición política (…) se puede decir que, edificado sobre la pura lógica, el comunismo es racional, mientras que el fascismo es empírico”, y cita al respecto a Mussolini en una de sus más recordadas sentencias:
“La fuerza del fascismo consiste en esto: adopta la parte interesante de todos los programas y la realiza”.
Sin embargo, el autor intuye la fuerza motriz primigenia de ese movimiento contradictorio, de aventureros y arribistas, violento, totalizante, sobrio, plebeyo, pagano, socialista y patriótico, pues su pragmatismo, flexibilidad y adaptabilidad -“Desde el momento que el fascismo lo es todo, hay de todo en el fascismo”, anota Roux, como si describiera el Peronismo- depende en último extremo de ser “hijo de la acción” y “una glorificación de la acción misma”, “es y será esencialmente dinámico” como los movimientos totalitarios en la URSS, en China y en la Alemania nazi, un dinamismo “que le ha dado y le da todavía una gran fuerza de empuje y de atracción, explicando en parte lo mismo su política interior que su política exterior, su influencia sobre la juventud, y todos sus caracteres fundamentales.”
Pese a lo cual expresa a sus lectores franceses un optimismo limitado: “Hoy parece existir entre los franceses una mejor disposición para las cosas de Italia (…) hoy miran con ojos distintos a sus vecinos mediterráneos. Existe en Francia, en todos los partidos, un verdadero esfuerzo de comprensión; más aún: un sincero deseo de “hacer algo” por su vecina latina”. Aún más, Roux entiende respecto a la Italia fascista y sus conatos belicistas lo siguiente:
“Los sentimientos italianos no se limitan, como el patriotismo francés, a ser una reacción conservadora de defensa nacional; suscitan una hostilidad activa, algunas veces hasta agresiva. El fascismo, que es movimiento, juventud y amor al combate, necesita un enemigo. Además, lo necesita también para su política interior. Para dominar a las oposiciones nada tan útil “como un peligro exterior”. Las dictaduras conocen todas esta ley: hay que hacer olvidar al pueblo sus privaciones interiores ofreciéndole satisfacciones exteriores.”
Lo cierto es que para 1933, con la llegada al poder de Hitler como caudillo todopoderoso del III Imperio Alemán, la suerte está echada tanto para Francia como para Italia, aliados y al par enemigos tanto en la Gran Guerra como en las anteriores contiendas del último medio siglo en que ésta obtuvo su independencia precisamente frente a franceses y austríacos. Algo de lo que el autor aún no podía ser consciente, si bien Roux comprende que se impone una tendencia que quiere alumbrar un nuevo tiempo como el prometido años antes por los bolcheviques de Lenin, y aunque enaltece la Libertad y el sentido de independencia del Hombre, deplora también “esta inercia insatisfecha” en la que se mueven la política y la vida pública francesas, en la República burguesa par excellence que habría de sucumbir en pocas semanas ante el arrollador avance del Fascismo nazi apenas seis años después.
“En las horas trágicas por que atraviesa, ¿se verá Europa obligada a abandonar los viejos trajes de la democracia como pasados de moda? ¿Podremos continuar conservando en su sitio nuestra dulce democracia, tal vez demasiado dulce, demasiado fácil?”
Así se interrogaba un observador europeo en la Italia fascista de 1933.