El director

…que fuera del diario El Mundo durante apenas un año, David Jiménez, deja en las páginas de dicho título una reflexión general sobre el estado actual de la Prensa española, así como una serie de anécdotas personales al más alto nivel político y mediático que perfilan y dan color a lo que podría ser considerado de otro modo el enésimo canto al idealismo en su choque con la realidad ambiente.

El contexto es crucial para conocer a qué diario llegaba Jiménez: en plena crisis económica y auténtica debacle de las tiradas de los periódicos impresos, con un Gobierno Rajoy cuyas figuras más destacadas (presidente, vicepresidenta Saénz de Santamaría y ministra de Defensa Cospedal, asimismo secretaria general del PP) pugnaban entre sí con éxito por controlar todos los medios de comunicación nacionales, purgando voces críticas y repartiendo tertulianos por los canales de TV.

Nada nuevo bajo el sol salvo, con todo el poder en sus manos, la facilidad con la que Rajoy y las suyas pudieron imponer sus criterios sin oposición alguna. Y la incomprensible apuesta, en semejante páramo de libertad editorial, que hizo Antonio Fernández-Galiano al elegir a Jiménez, un ignoto corresponsal del diario en Asia, como protagonista de la “revolución” a que aspiraba una vez defenestrado el fundador y alma toda de El Mundo, el incorregible Pedro J. Ramírez.

Una ejecución la de Ramírez a plena luz del día en la misma semana que Rajoy decidía también las sustituciones de los directores de La Vanguardia y El País, pero más relevante en su caso en cuanto que estos dos últimos diarios ya se plegaban habitualmente a los designios ocultos o manifiestos de las grandes corporaciones a que se alude con la etiqueta de “Ibex-35” -aunque en rigor su temido poder de influencia y censura lo ejerzan menos de 10 sujetos, como los Botín, Alierta, Pérez…

LOS ACUERDOS

Al respecto, Jiménez señala acertadamente los nombres de Cebrián, Ansón y Ramírez como los tres todopoderosos editores de diarios a que nos tenía acostumbrado el panorama mediático de los 80′ a nuestros días… en que ya no queda ninguno -ninguno de los tres, ningún otro-. Una situación moral que ha hecho de las grandes cabeceras de antaño papel mojado, en favor como nunca antes de las televisiones, la radio y la prensa digital, aunque la Prensa en Papel presuma -y hasta cierto punto sea cierto- de ser mucho más rigurosa en todos los sentidos que aquellos otros medios.

Pero tal vez sea por esto, porque siempre se confió más (y al menos) en los periódicos frente a TV e incluso Radio, que la traición se ha sentido como más profunda por parte de los lectores de diarios, sobre todo por la burda manera en que, como los mismos partidos políticos, se han dedicado a insultar la inteligencia de los ciudadanos.

Uno de los más preclaros ejemplos es el de “Los Acuerdos”, como reza el capítulo del libro, una serie de privilegios de inmunidad informativa conseguida por los altos ejecutivos de las más grandes corporaciones españolas a cambio de publicidad institucional; o, dicho en plata: una especie de soborno institucionalizado que, en el caso de partidos y sindicatos, se sirve de fondos públicos (o “de reptiles”, cuando se produce bajo manga) para lograr infomaciones favorables, vetos a opiniones o noticias contrarias, etc.

Obviamente, como siempre pagan los mismos, la impunidad de los mismos es legendaria en nuestro país desde hace décadas: de los Pujol a tantos ex dirigentes de PSOE y PP, más los caciques locales, los saqueadores de las cajas de ahorro y los habituales prohombres de las finanzas e industrias patrias, que hacen negocios amparados por el poder político y a costa recurrentemente del Presupuesto público, a cuya cabeza figuró en ocasiones y nunca de manera figurada el mismísimo rey Juan Carlos I.

En uno de los párrafos a destacar del libro, Jiménez sintetiza el caso:

“El periodismo nacional vivía una doble vida. En una anunciábamos a los cuatro vientos nuestro papel fundamental en democracia, nos concedíamos constantes premios por nuestra labor -¿había un oficio que se premiara más a sí mismo?- y censurábamos los excesos, prebendas y corruptelas de los políticos. En la otra hacíamos lo mismo que ellos, resistíamos cualquier intento de control sobre nuestra labor, ignorábamos los códigos deontológicos que nostros mismos habíamos redactado y nos integrábamos cómodamente en el sistema que nos habíamos comprometido a vigilar. Mientras los herederos de la Transición convertían el país en una inmensa agencia de colocación para sus afines, las instituciones se gangrenaban y los partidos políticos que debían defender el Estado de Derecho se aprovechaban de él, los medios escogíamos el bando equivocado. Durante décadas ofrecimos a la monarquía inmunidad informativa y adulación, enviando a sus miembros de moral más endeble la señal de que nunca serían censurados. Vivimos en connivencia con bancos y tiburones inmobiliarios, sin denunciar sus excesos porque su publicidad engordaba nuestras cuentas de resultados. Nos sometimos a Los Acuerdos, sin oponer ninguna resistencia o promocionándolos. Y alineamos nuestros intereses con los de los partidos políticos y gobiernos, a cambio de dinero institucional, licencias de televisión o favores. La prensa, atrincherada en ideologías irrenunciables y fiel a una verdad que encajara en ellas, había malgastado sus mejores días en batallas mediáticas y luchas de egos, mientras guardaba silencio sobre sus propias deshonras.”

De aquí el descrédito interno (e internacional) que padece una Prensa española mal dirigida en lo editorial, pésimamente administrada y pasto de las contradicciones internas tanto como de la conjura permanente de los partidos por ponerla a su exclusivo servicio (y el de sus compinches corporativos). Una situación deplorable de la que en todo caso es prácticamente culpable la preponderancia de la Televisión (y, correlativamente, la ineducación política de los ciudadanos españoles) sobre la agenda de los medios y su influencia real en la sociedad y la acción pública.

Porque no es buen negocio montar un periódico: se debe a otra vocación distinta a la del que sólo busca el medro personal y aumentar la cartera de sus clientes y asociados; cuando lo único que prima es la rentabilidad, difícilmente se editará un diario con éxito -para eso están los canales en abierto de TV-; entonces, ¿por que habrían de invertir tanto -en publicidad, en acciones y en “acuerdos”- los que no pueden calcular el retorno de la inversión como un dato positivo en sus cuentas? Por mero control de la información que les afecta (a ellos directamente, en sus apaños con el Poder; no a sus empresas).

Una información que durante décadas filtraban cuidadosamente sujetos como un tal comisario Villarejo de la Policía Nacional, confidente de periodistas que quedaban subsiguientemente a su merced, como drogodependientes de la información dura de “las cloacas del Estado”, hasta que Jiménez decidió con buen criterió cortar con este tipo de “periodismo de investigación”. Queda por ver si, cuando la Justicia obtenga lo que el CNI logre (o diga que ha logrado) descifrar de los datos almacenados por el superagente, no se podrán editar automáticamente con toda la información ediciones diarias de El Mundo hasta que termine el siglo.

LA RESISTENCIA AL CAMBIO

El problema principal del entonces director de El Mundo, por lo que él mismo transcribe y por lo que se deja entreleer en las páginas de su libro, es que vino a realizar una “revolución” en el que hasta su llegada había sido “el diario de Pedro Jota” y se encontró con que, en realidad, no iba de eso sino de aguantar a los lectores de la edad dorada dedicándose a la crítica partidista de Izquierda contra Derecha, etc. -como para impulsar un periodismo distinto, más al estilo USA de reportajes e historias exclusivas en detrimento del periodismo de declaraciones y contradeclaraciones…

Aparte de que la visión, para entonces tampoco tan avanzada, de Jiménez sobre la “transformación digital” de El Mundo para recuperar el liderato topó con la mentalidad retrógrada de quienes, a punto de entrar en la tercera década del siglo XXI, recelan de la apuesta decisiva por la edición digital probablemente porque entienden que no queda tan férreamente bajo su control en todos los campos de noticias, opinión, publicidad…

Sea como fuere, la experiencia de Jiménez es la de “la gran esperanza blanca” a la que se le ponen palos en las ruedas nada más ocupar el despacho del director -incluida una huelga montada por sus propios compañeros periodistas que dejó sin salir a los quioscos, por vez primera en más de dos décadas, el diario del “esquirol” Pedro J.-.

Una experiencia que, si no agradable, a buen seguro le resultó tremendamente reveladora, estimulante, instructiva y un acicate para seguir pensando en hacer ese Periódico mejor; o, cuando menos, le valió para escribir esta obra que dedica a “los futuros periodistas” y que no debería caer en saco roto ni en las facultades ni en las redacciones -si es que todavía existen las unas o las otras-.

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