Sin Nación no hay Democracia

…porque ésta no cabe sino en un sistema de iguales ante la Ley, iguales como ciudadanos o nacionales de un Estado constituido por el Pueblo o la Nación, titular por tanto de la Soberanía popular o nacional. No hubo nación griega en la Antigüedad más que en un aspecto cultural vagamente concebido como “helenismo” por los historiadores: la Polis fue la Nación, caso de Atenas pero también de Esparta, con dos sistemas de gobierno diferentes y contrapuestos.

No hubo democracia en Roma, ni en los tiempos republicanos; y sólo al final de sus días reconoció el Imperio la ciudadanía a todos sus habitantes -si bien por demagogia más que por convicciones igualitarias, cada vez más extendidas en cualquier caso por la emergente moral cristiana que aun y todo toleraba la esclavitud-.

El Medievo asistió empero a la creación de nuevas asambleas deliberativas, con sus reuniones periódicas y los cuadernos de quejas al Rey, superada ya la época de “los siglos oscuros” a la caída de Roma con la devastación causada por la pugna en pos de la hegemonía entre reyes, reyezuelos y señores, más las incursiones bárbaras exógenas de magiares, mongoles y árabes.

Con el Renacimiento, que tiene a su cabeza a la república de Florencia y sus ideas innovadoras sobre el gobierno civil, se dará curso común al concepto de “Nación-Estado” aunque se estile todavía la referencia a imperios, principados y repúblicas -conceptos que en Maquiavelo no suponen mayor obstáculo para aconsejar al gobernante, lo sea de un reino o de una república, si bien tiene claro su modelo favorito y distingue claramente lo que “el Príncipe” puede hacer en un reino, en una república o en un estado recién adquirido-.

Para los puristas, resulta incómodo hablar de Nación española antes del siglo XIX (no dígamos ya antes del siglo XV), como hacerlo de China antes del siglo XX o de la Francia anterior a 1789. Y, sin embargo, las principales naciones de nuestros días tienen un origen antiguo, aunque no remoto y perdido en la oscuridad de los tiempos: fue el choque con la civilidad romana y su dominio político, moral y militar el que configuró a los pueblos de Europa como “naciones” bajo el mando de Roma, que era tanto yugo como nueva codificación de obediencias, ritos, costumbres y contratos.

Por esto hablamos de que al desaparecer el poder central del Imperio de Occidente -ya separado del Imperio de Oriente, recuérdese- los visigodos se enseñorearon de Hispania (las actuales España y Portugal) y los Francos de la Galia, a la que renombraron como “Francia” (Regnum Francorum, Frankenreich).

Precisamente, Carlomagno iba a chocar con bávaros (Baviera fue Nación independiente hasta hace poco más de siglo y medio) y burgundios (Borgoña, de la que salieron dinastías que gobernaron el mundo); y sajones, daneses, noruegos (“vikingos”, “hombres del norte” y, a la postre, “normandos”) conquistaban Inglaterra, como antes anglos, escotos y pictos habían conquistado Britannia.

AFIRMACIÓN NACIONAL ANTE EL SACRO IMPERIO

Puede que la lógica apuntara a que a la desintegración del Imperio sucediese, después de un período más o menos prolongado de anarquía y destrucción de todos los antiguos lazos, un nuevo Imperio a la luz de la guía espiritual de la Iglesia de Roma, proyecto que tanto en Carlomagno como en Carlos V tuvo su máxima encarnación en el esplendor como en la derrota debida a inexorables avatares históricos y a la misma autoafirmación de las que con el tiempo devendrían naciones de pleno derecho y personalidad: Alemania, Italia, Austria, Suiza, Holanda… pero también Francia, España, Portugal, Hungría, Suecia, Polonia, Irlanda e Inglaterra.

Una evolución histórica de siglos que condujo a los habitantes de tierras civilizadas por Roma, vagamente gobernadas desde la lejanía, a ayuntarse a los señores que habrían de defenderlos de todo tipo de agresores en “la Edad oscura”, para pasar a convertirse en súbditos de los nuevos reyes (electivos o hereditarios) que aún compartían su poder con los otros caballeros, nobles o jefes de mesnada que a su vez ostentaban títulos de posesión sobre tierras y hombres.

Las naciones, por tanto, existían de antaño; pero no será hasta la decisiva conversión de los territorios en disputa en reinos cuya entera soberanía corresponde al Rey -único Señor o Monarca- que se pondrán los cimientos sólidos del Estado nacional, del mismo sentimiento patriótico nacional y de los deberes y servicios que la nueva situación de súbditos acarrea.

Una vez aquí, las revoluciones de la independencia nacional de los Estados Unidos y de la liquidación del absolutismo en Francia no plasmaron más que la transferencia de soberanía desde el Sacro Rey Absoluto (legitimado por la Iglesia) al Pueblo de la Nación, dejando expedito el campo a la toma y asunción del Poder por parte de los ciudadanos libremente iguales ante la Ley y constituidos en sujeto histórico: el sujeto constituyente del Estado-Nación democrático que sigue siendo a día de hoy el único modelo válido a la hora de reunir a los ciudadanos en asamblea o elecciones democráticas para su adecuado autogobierno.

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