El hombre que amaba a los toros vivía en una gran finca donde poseía decenas de ellos. Los veía pastar y correr, perder hasta trescientos kilos follando como toros; era un espectáculo increíble.
El hombre que amaba a los toros no concebía el asesinato en el ruedo. Le sangraban las tripas de ver la sangre brillante en el lomo negro, o berrendo, o tordo, de cada toro. La repudiaba.
El hombre que amaba a los toros un día saltó a la arena durante una corrida y se abrazó al grueso cuello de un semental moribundo. Se oyeron silbidos desde las gradas; todo fue muy rápido y muy extraño: lo sacaron de la plaza a patadas.
En los titulares de prensa del día siguiente se comentaban los extraños sucesos, y se tachaba al hombre que amaba a los toros de poco menos que de «espontáneo con complejo activo de Elektra.» Vamos, como para volverse loco; como si fuera poco más o menos que un minotauro invertido.
Algunos explicaban el hecho -sus más recientes amigos- y daban crédito a las tesis pseudocientíficas del equipo de psicólogos británicos que se hallaban estudiando, con desbocado interés, la desquiciada acción de aquel hombre amante de los toros. Así postulaban:
-Es normal, ha vivido mucho tiempo entre los toros.
-Y qué.
-Que se habrá enamorado, digo yo.
-¿De un toro cuajado de banderillas y que sangra por la nariz?
-No, hombre. De la especie, de la apostura, de la nobleza taurina, yo qué sé.
-Uhmmm…
-Claro, sí -intervenía otro-; complejo minotáurico de Elektra.
Y, meditabundo, como si fuese hombre de ciencia, cogía los datos y los posicionaba:
-Por eso trataba tan bien a los sementales y de las vacas hacía rodajas y solomillos.
-Claro, claro… -asentía uno.
-No, sí se comprende -confirmaba otro.
El hombre que amaba a los toros no volvió nunca más a su finca, ni volvió nunca a ver un toro, ni siquiera alguna vez llegó a gozar de aire libre una vez que lo encarcelaron en el psiquiátrico más próximo a la plaza aquella donde cometiera sus desmanes.
Sólo había abrazado a un moribundo, ¿por qué ahora lo trataban de aquella manera?
Y el hombre que amaba a los toros se quedó ciego, a los pocos años, de tanto forzar la vista bajo la pálida luz de la bombilla para pintar aquellas enormes masas con cuernos que correteaban libres y vigorosas bajo un cielo azul desnudo, sobre una fresca campa, en sus sueños.
6 de febrero de 1998