Contravascos

Aquí
desde mi casa gris,
a través de esta ventana, pupila
de vaca hacia el mar y la playa, el monte
verde y acerado se clava al cielo
raso blanco de invierno, como un mástil.

Ahí,
donde la calle esputa
licor y brea, y humo negro y pena
se levantan entre el desencajado
odio, la moderna inquina civil,
me pregunto dónde están nuestros Padres.

Tanta leyenda, tanto mito de esto…
¿para qué, por qué, por quién?
No contestan mis ancestros.

Allí,
al futuro amputado
caminamos, contravascos inútiles:
hostiles, egoístas, descastados,
niños incapaces de perdonarse.

En fin;
el monte, el mar, el hierro,
sigamos mancillando con la sangre
estúpida y cobarde del rencor
fraterno; contravasco: ¡anticristiano!

Con niños educados para odiarse,
¿para qué tantas Historias?
Para qué; por qué; ¡para quién!

Estallan esquinas por todas partes,
¡ser vasco para ser esto!

29 de diciembre de 1997

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Contradicciones de la Primavera del dinero

Del metro desemboco a la luz: Callao; miro en derredor y cruzo la carretera en dirección al FNAC. Pienso comprar unos cuantos discos (valor aproximado: unas 6.000 pesetas) cuando hete aquí que me percato de una forma arrugada tirada en el suelo de la calle. Pienso que es una mujer, pero no: es una especie de punki, extranjero seguramente, envuelto en una puerca manta verde y que deja traslucir sus piernas, picadas de viruela de heroína: heroína.

Cruzo el paso de cebra y llego justo en frente del edificio. Cipriano y Luis llegan en medio del cigarro. Entramos por la puerta mecánica y saco el dinero en el cajero: 6.000.

Acompañamos a Cipriano a mirar cadenas. Tiene bastante para gastar, unas 40.000, luego no hay problemas. Nos movemos, Luis y yo, entre las estanterías donde se apilan decenas de ingenios de última tecnología y primera mano, mientras Cipriano desmenuza las características de cada cacharro.

Subimos a la planta de los discos. Yo veo los que quiero, es gente muy rebelde la que canta en los discos que quiero, pero cuando miro los precios no puedo permitirme más que el Nude & Rude de Iggy Pop y la oportunidad de seguir buscando en Madrid Rock.

Bajamos hacia la tienda, arrobados por la magnificencia de los rascacielos de Gran Vía. Es maravilloso levantar la cara y ver el cielo azul allí arriba, recortado entre las cristalinas fachadas, grises y azules y de un negro brillante, impolutos colores; pero en los resquicios de aire vicioso que permiten las grandes moles de hierro incrustadas contra el suelo, el suelo sucio, digo, no hay más que mendigos borrachos y renegridos, putas yonquis y demás. Nosotros caminamos hacia Madrid Rock, a comprarnos unos discos.

Salgo con Misfits y el Transformer de Lou Reed, y Cipriano no consigue Pogues pero tiene Mano Negra (1.125) para consolarse; Luis se ha comprado la entrada para el concierto de No Fun At All (2.000).

Ninguno tenemos dinero, y nos metemos de nuevo en el metro para volver al Colegio -Cipriano se desvía para, en principio, ir al piso de una amiga para ver cómo quedar con sus amigos, aunque luego no sabe si irá al cine o, tal vez, de vinos y porros por Lavapiés.

Crisol y otra papelería, para Luis, que lo que realmente quería era comprar cuadernos, un cuaderno (960).

No sé, veo que no tengo dinero y que al mismo tiempo no dejo de gastármelo: otra paradoja más que sumar a otro cuento más; ¿será verdad lo que cuentan de la base monetaria (BM), el mercado (open market) y la creación de dinero (más bien, cuasi dinero)?

[Al salir del FNAC se me olvidó mirar si el yonqui seguía allí.]

17 de Febrero de 1998

Horrible primavera

Horrible primavera,
los frutos envenenados, las caras
rehúyen mi presencia,
se esconden para calumniarme a solas.
Y las voces, las voces
cómo procuran disuadir el odio,
cómo azuzan entonces
las sospechas turbias y dolorosas.
Horrible primavera
de luz falsa, cielo incierto, farolas
que no encuentran lugar
al filo de la tarde -como yo.
Y los árboles, mustios
en estas calles enfermas, enfermos
los pájaros, los perros,
todos los rostros de los ciudadanos.

Cuando las nubes pasan
una capa blancuzca -nuestro cielo-
respira a duras penas
sobre nosotros, asfixia de vida.
Y los niños que juegan,
y ríen, y yo considero absurdo
que rían, y me apeno
pensando que pensarán como yo.
Horrible primavera,
depara tan sólo cambios de estética
a un alma mancillada,
llena de esputos negros e impotencia.
Y esas gentes hablando
como padres; maestros y políticos,
televisteros, sabios
reconvertidos en psicosociólogos.

El viento zurra el ánimo
pero aún no con demasiada fuerza;
yo necesitaría un ciclón para
despejarme el espíritu.
Y el tiempo que he pasado
sufriendo sin objeto alguno, sí,
por nada, por lo mismo
que ahora, ¿problemas?, ¿desamor?: nada.
Los niños van a casa,
un dorado jardín de infancia, tedio
de toda nuestra vida
envasado en recuerdos, e ignorancia.
Y los ojos, los ojos
queman con su compasión, su mentira
predilecta, el castigo
de la fatiga, la abulia, el fracaso…

Horrible primavera,
horrible: parezco estar solo en ella.

28 de marzo de 2000

Los hombres náufragos

El barco se mecía tranquila, indolentemente, en los suaves vaivenes del mar azulado. En el cielo despejado, el sol, como un potente foco de calor, irradiaba su árida esencia hasta más allá de los límites del firmamento opaco. La cubierta sobre la que apiñados y perezosos dormitaban los hombres parecía la superficie llena de carcoma de una tabla a la deriva. El mar se hacía inmenso por momentos; cada momento se eternizaba sobre la pulcra llanura azul, inexorablemente en expansión.

El primer día de travesía un empujón de furioso viento hinchó las velas y lanzó la embarcación, de gigantesca eslora, imperiosamente mar adentro. Algunos hombres, aglutinados en torno a los barriles de ron, observaron el cambio mientras fumaban impasibles en sus pipas, más atentos a la partida de naipes, al azar que se disputaban a cara de perro entre ellos, que al rumbo que el viento en auge hiciera tomar al barco.

El segundo día, la fiereza del viento amainó y la embarcación disminuyó su marcha vertiginosa; los hombres que jugaban a las cartas siguieron haciéndolo sin mayores reflexiones, mientras otros tantos volvían a despojarse de sus ropas para prestarse de nuevo a las caricias del sol allá en lo alto, clavado en el cielo como una fijación de niño que temiera a la oscuridad.

El tercer día las olas dejaron su ondulación acompasada y comenzaron a arremeter violentamente contra el casco de la embarcación. Algún hombre se ocupó de echar lastre por la popa, previendo que el excesivo peso podría llegar a hundir el barco, y mientras tanto algunos seguían bebiendo ron y fumando en pipa, mientras lanzaban bravatas y faroles al aire salado de la cubierta. Los hombres que apetecían de tumbarse bajo el sol como lagartijas empezaron a cubrirse el cuerpo y a erguirse, al comprobar que una fina lluvia comenzaba a caer sobre ellos a la par que el zarandeo molesto del barco impedía cualquier concentración abstraída bajo el cálido fulmen solar.

El cuarto día de viaje el barco pareció encallar, pero los hombres que se percataron de ello no conseguían explicarse con qué podría haber chocado el casco en medio de alta mar. Detenidos en medio del océano, algunos hombres se desperezaron y trataron de encontrar explicación a esta pausa en la monótona movilidad de su transcurso marítimo, resolviendo finalmente descolgarse por babor para indagar las causas y, tal vez, aplicarle remedio efectivo. Al sumergirse bajo el agua, comprobaron que la razón de hallarse varados era una montaña de sedimentos que había apresado el casco impidiendo la libre navegación del barco, por lo que decidieron subir de nuevo y esperar serenamente, bien continuando la perpetua partida de azar, bien tomando el sol o bebiendo ron o simplemente fumando en pipa, a que la marea subiese y los depositara de nuevo en ruta.

El quinto día cumplió sus expectativas y de nuevo se hallaron flotando sobre el límpido mar, empujados por los nuevos aires que henchían el velamen voluptuosamente. Un hombre yacía recogido en posición de loto y examinaba un pequeño cuaderno en el que no cesaba de apuntar notas y más notas: «Todo sigue igual; encorajinados emprendemos rumbo a la aventura, al descubrimiento supremo, al más sublime reconocimiento de nosotros mismos frente a la inmensidad del mar, aquí en las alturas de la vida.» Algunos hombres, henchidos de ron y ahumados por el tabaco, vomitaban incesantemente y con una extraña voluntariedad, como en cumplimiento de un rito inconscientemente asimilado, todo a lo largo de ambas mangas. El sol seguía clavado en el vacío azul del cielo, como un ojo avieso que penetrara las realidades íntimas de los hombres tirados por cubierta.

El sexto día los hombres asistieron a una tremenda tempestad cuyos violentos golpes amenazaban con mandar el barco a pique irremediablemente. Un hombre sugirió arriar las velas, pero como única respuesta obtuvo el gesto indiferente de los hombres que jugaban a cartas, exclusivamente dedicados a recoger las barajas, atar los barriles de ron a los mástiles y, con igual indolencia, poner a buen resguardo el tabaco para evitar que la humedad lo echase a perder. El hombre que anotaba cosas en su cuadernillo seguía escribiendo: «A veces me he encontrado tan solo que he sido incapaz de generar ningún deseo, ninguna esperanza. Es en momentos como éste en los que he buscado tu compañía, para aislarme del doloroso efecto del tiempo -devastador siempre- y afrontar con nuevos bríos la incertidumbre del viaje.» Dos o tres hombres, extrañamente convencidos de que el sol aún podía broncear sus cuerpos y aligerar sus pensamientos mediante su candorosa presencia, cayeron por la borda al mar sin que sus somnolientos cuerpos tardasen demasiado en desaparecer bajo las aguas, ante la escéptica mirada del mascarón de proa, y sin que los demás hombres sobre la cubierta lograran inmutarse lo más mínimo ante este hecho, de camino a resguardarse del temporal en la sentina.

El séptimo día no amaneció. La oscuridad se hizo completa y allí donde el ojo solar había propagado sus rayos inexcusablemente, dominante y omniscientemente, los hombres sólo pudieron encontrar la opacidad opresiva de una negrura total e infinita. La tempestad arreció y el barco parecía un barquito de papel humedeciéndose inevitablemente, cada vez más oscuro en el negro que lo abarcaba todo por todos los lados. Un hombre decidió subir hasta el puesto de vigía, desabandonado hacía tiempo, con la tímida esperanza de encontrar tierra por algún lado y el envalentonado empeño de quien supone que está haciendo algo útil por los demás. Los demás hombres le miraban desde la cubierta, alzando cansinamente la mirada azotada por la lluvia; una sacudida malévola de un brazo de viento derribó al ingenuo de las alturas y lo hundió en el vacío, ante la incredulidad generalizada de sus compañeros. Otra sacudida más brusca aún desarboló por completo la embarcación, momento en el que muchos aprovecharon para apartarse de la cubierta y evitar de este modo ser abatidos por la infinidad de maderámenes, palos y poleas que impactaban desde las alturas contra sus desprotegidas cabezas. Algunos hombres renunciaron a salir de la sentina y dispusieron un tapete para seguir jugando a cartas, mientras fumaban un tanto inquietos en sus pipas y el humo se expandía tenuemente por el espacio cerrado. Un par de voluntariosos decidieron, previendo quizás males mayores, aferrarse al timón para tratar de enderezar el rumbo de la embarcación, pero descubrieron asombrada y pavorosamente que, allí donde debía hallarse el instrumento fundamental de guía, no había más que una notificación garabateada a tinta borrosa: «Debido a la escasez de material constructivo, las Atarazanas Irreales desean comunicarles a Vds. que se ha debido prescindir del timón; no obstante, y siempre que la voluntad de todos así lo permita, nos complace informarles de que tal vez pronto podamos elaborar alguno.» El hombre que escribía en su cuaderno, esquinado, al margen de todo y de todos -de todos los hombres que caían por la borda en un infinito goteo de muerte hacia el vacío; del bamboleo universal y fatídico del barquichuelo- concluía: «Y, en fin, podrás decir que soy egoísta por recluirme en mí mismo y en mi Obra pero, a fin de cuentas, ¿quién si no un hombre capaz de expresarse plenamente -con plenas facultades físicas y mentales; con plena rectitud de juicio y formación intelectual- podrá llegar a gobernar, o cuando menos a ayudar a gobernar, este barco a la deriva, sin rumbo y sin timonel que lo guíe, en que vamos todos a la busca de nuevos horizontes?»

3 de junio de 1998

Un cierto pánico escénico

…se diría que se ha adueñado del presidente Sánchez (tan solícito siempre a la hora de tomar un helicóptero para supervisar la zona de la tragedia) cuando se trata de dar la cara ante una crisis mundial a causa de los efectos materiales del virus denominado “corona” -que de momento no se miden tanto en número de contagios y víctimas mortales como en sus graves consecuencias para la economía internacional-.

Evidentemente pretende Sánchez escurrir el bulto durante el tiempo que pueda para no quedar asociado a la gestión de la crisis, que de momento ni siquiera parece considerarse tal a pesar del desbarajuste interno del Gobierno con las medidas aconsejadas por el Ministerio de Trabajo y del inherente al sistema autonómico, con las consejerías trabajando por su cuenta y dispersando por tanto esfuerzos y medios.

Una postura la de Sánchez similar a la de Urkullu sobre el derrumbe del vertedero de Zaldívar, quien tampoco parece demasiado interesado en ser el “presidente de todos los vascos” y dar la cara por la crisis cierta creada por el foco de coronavirus en Osakidetza. Cuando las cosas van mal dadas, los responsables políticos se retiran de escena por salvaguardar su imagen y entran entonces los “técnicos” a los que rara vez antes se hizo caso sobre esto o lo otro.

Luego nuestros mandatarios, claro en el caso de Sánchez como en el de Urkullu, se ajustan cada vez más a ese molde que criticaba Sartori en nuestra actual “vídeocracia” de políticos básicamente irresponsables que toman sus decisiones a partir de encuestas y estudios de imagen, preocupados preferentemente por cuidar de un perfil telegénico que tanto ha costado crear y vender a la opinión pública (ahora opinión teledirigida).

Al final se hará la luz, aquí como en China -donde no ha sido el férreo control sobre la sociedad del Partido Comunista, sino la denuncia pública de un experto, lo que ha acotado la expansión del Covid-19 (deparando de paso la reacción internacional)-. Mas no se trata de que nos gobiernen “los expertos”, de lo que ya nos previno Hayek frente a Platón, sino de que los políticos se hagan responsables de la situación, que para eso están: para dar la cara.

Desgraciadamente, desde que Aznar renunciara a dar la cara por el 11-M -porque al parecer no le tocaba a él, sino a Acebes o a Rajoy, porque él se iba ya del Poder- los españoles nos hemos acostumbrado a todo lo contrario. Y todavía molesta en la profesión periodística lo de que haya ruedas de prensa sin preguntas; entonces, ¿para qué la libertad de Prensa, si el Poder se blinda para no tener que ofrecer explicaciones… a los ciudadanos?

Hace en verdad mucho tiempo que las calculadas ausencias de los presidentes, la sustitución y manipulación de términos (con la censura de otros), la ocultación de negociaciones políticas extraparlamentarias (con organizaciones terroristas como ETA o con los separatistas golpistas) o la mera concatenación de mentiras rocambolescas (como en el “caso Ábalos” o “Delcygate”) tienen curso corriente entre nosotros, sin mayor escándalo aparente.

Será que nos hemos acostumbrado a que nos mientan, a que gobierne la vida política una Gran Mentira de fondo; o será que también tiene su parte cierto miedo reverencial a contravenir el discurso hegemónico, aunque esté hecho (y quizás pensado a posta) con grotescas mentiras puede que para detectar a las primeras de cambio el incremento de desafección ambiente con el Poder establecido.

Todavía fingimos que no nos parece tan grave lo que está sucediendo en España en muy distintos ámbitos y órdenes; tal vez por eso no sale Sánchez a mentir descaradamente sobre el virus como sobre todo lo demás: sabe que se puede permitir desaparecer durante semanas sin dar una sola explicación a nadie (incluidas sus dos decenas de ministros). Y, entre tanto, la crisis sanitaria oculta todo lo demás, comenzando por estos dos meses de desgobierno total.