…lo que padecemos ¿los españoles? -sólo aquellos que creemos en la Nación-; ¿siempre? -al menos desde el 23-F, fecha del primer cambio de régimen (después del fin del anterior régimen) vía golpe de Estado que trucó lo acordado hasta 1978 por otra cosa más, digamos, “apañada” (y eso que ya veníamos del “consenso” entre los valedores del Franquismo y el PCE)-.
Fueron desde entonces los años locos del Felipismo, con el GAL y la especulación masiva, la concentración bancaria e industrial y la venta a pedazos de nuestra soberanía política y económica al eje franco-alemán, con el “Montesquieu ha muerto” a manos socialistas y la consolidación de los feudos de los saqueadores: el clan Pujol (“organización criminal”), el PNV y el tándem PSOE-UGT en Andalucía, entre otros.
Por encima de todos, el por entonces jefe de Estado rey Juan Carlos I, a quien ahora tanto le achacan e imputan quienes se valieron de su campechana verbosidad para ocultar la gravedad de hechos como la masacre del 11-M –“Lo lleváis crudo”, les espetó el monarca a las víctimas que clamaban por Verdad y Justicia-, el “proceso de paz” con ETA o las maniobras separatistas en Cataluña.
Tan de lesa patria eran sus crímenes (y no sólo la mera corrupción económica), que no le quedó más remedio que abdicar en su hijo, ahora Felipe VI, precisamente el hito de regeneración democrática más esperanzador desde la victoria electoral de Aznar en 1996 -esperanza luego frustrada-. Para que ahora vengan los aduladores a hablar de “ejemplaridad”.
“Del Rey abajo, todos”, que acostumbran farfullar los testaferros encarcelados (como De la Rosa), los agentes entrampados (como Villarejo) o los mismos prebostes del régimen anterior al 11-M de 2004 (Pujol, González), cuando todavía hay quienes pretenden que en el Reinado de Felipe VI se puede seguir apostando por jugar fuerte al margen de la Ley y proceder a oscurecerlo y confundirlo todo después, cuando las cosas salen realmente mal.
No es que los españoles nos merezcamos otra cosa que la Mentira Oficial en nuestras relaciones con el Poder político, habida cuenta de lo mucho que llevamos tragando desde hace lo menos siglo y medio y prácticamente sin interrupción, pero desde que nos consideramos a nosotros mismos como ciudadanos de una Democracia, al menos, debiéramos saber disimular mejor nuestra perfecta indiferencia al respecto.
El rey Juan Carlos I es el sucesor en la Jefatura del Estado del general Francisco Franco, vencedor en la guerra civil de 1936-39 y caudillo de España durante cuatro décadas, con la misma legitimidad con que Felipe VI es su sucesor en la hora presente: la continuidad histórica de la Nación Española, no sólo de su Estado, simbolizada en la Corona.
Se trata de algo más que de ejemplaridad, y Juan Carlos I cumplió en su momento… para abandonarse a sí mismo después: la Nación lo ha pagado con creces. Felipe VI no ha de cometer ninguno de los errores de su padre y, sin embargo, a veces uno se malicia que con la mitad de carácter o de pulso que aquél, el Rey ya habría logrado poner contra la pared a todos esos alfeñiques enemigos actuales de la Nación y de la Monarquía que tanto más chillan y denigran cuanto más despreciables son en su condición.
No se trata desde luego de un legado fácil, en España nunca lo fue -recordemos a Amadeo de Saboya-, pero ahí tenemos todavía un Rey cuya altura moral y preparación intelectual hace empalidecer a los que han tenido que plagiar sus expedientes para hacerse acreedores de algún mérito académico o profesional -y que conste que no me refiero en exclusiva al indocto presidente Sánchez-.
Los españoles debiéramos tenerlo muy claro; como todos aquellos que acudieron a la llamada regia a “asegurar el orden constitucional” después de que en mensaje televisado denunciara que “determinadas autoridades de Cataluña, de una manera reiterada, consciente y deliberada, han venido incumpliendo la Constitución y su Estatuto de Autonomía, que es la Ley que reconoce, protege y ampara sus instituciones históricas y su autogobierno”.
Se refería en aquella ocasión a “los legítimos poderes del Estado”, caso de la Justicia, que con las excepciones de algunos fiscales y jueces (algunos, de hecho, ya difuntos) han decidido avenirse al diktum gubernamental del tándem Sánchez-Iglesias para sacar a “los chicos” a la calle, después de que los propios juzgadores del Supremo entendieran como “ensoñación” los delirios separatistas que a punto estuvieron de provocar un baño de sangre en Cataluña.
Así que mucha duda no cabe a día de hoy: el rey Felipe VI simboliza la continuidad de la Nación, encarna el Estado democrático, del que es primera autoridad, y representa la única institución en la hora actual que, como la Guardia Civil o el Ejército, no parece en almoneda ni responde a otra razón de ser que el servicio a la Patria y a los españoles.
Siempre fue un régimen de corrupción, pero si la Corona se mantiene todo es posible aún para España.