“Los niños son fascistas”

…me dijo un amigo a nuestros 18-19 años, y me parece que no se refería -o no sólo- a la tiranía sobre los padres (tan reciente como creciente), sino a sus relaciones con la realidad y con el entorno en que se desenvuelven naturalmente, lo que incluye a otros niños como ellos a los que muy pronto identificarán (como iguales o desiguales), clasificarán (como mejores o peores) y acabarán por elegir (como amigos o enemigos).

La ocurrencia en sí -el desarrollo es mío- me pareció graciosa, aunque no recuerdo a qué venía, pero supongo que a cuenta de constatar la tremenda violencia (física y verbal) que se ejerce durante la infancia contra propios y ajenos, entre los niños así como entre las niñas, a veces producto de una repensada malicia, otras de manera espontánea, pero siempre liberada contra aquellos precisamente desiguales, “peores”, débiles, enfermos…

De ahí la pura lógica de colegios y centros educativos de distinto tipo para atender a los alumnos con discapacidad o desventajas patentes, lo cual no incluye desde luego a los bajitos, gordos, larguiruchos, seisdedos y demás que puedan verse en algún momento dado “desiguales” o “peores” que la media de sus compañeros escolares. Porque precisamente la Igualdad política democrática consiste en tratar igual a los desiguales.

Así que los niños se comportan como nazis, cuando ahora miro retrospectivamente a mi propia infancia, pero sólo una ínfima minoría de ellos lo hace por sadismo o rencor, mucho menos por ideología: tan sólo se trata de criaturas que buscan su espacio vital a codazos y dentelladas, hasta que llegan a la edad (si han sido debidamente formados moralmente) en que son capaces de sentir piedad, compasión o mera indiferencia por los desfavorecidos del mundo.

Mi amigo se refería probablemente también a esa exuberante vitalidad y falta de miedo ante el riesgo que caracteriza a los niños cuando se los deja un poco libres, un poco salvajes -lo que equivale a atestiguar que todo hombre sin una tradición moral devendría en depredador bajo el signo de la esvástica (o cualquier otro)-, y se dedican básicamente a competir, pelear o apalizar a algún otro “inferior” a ellos. Aunque también les pueda dar por jugar a algo.

Por eso la educación tiene que ver con modelos decentes, propios de adultos y no de adolescentes tatuados hasta las cejas, y bebe asimismo de la fuente constante de la tradición -el legado de los que nos antecedieron enfrentando los mismos problemas esenciales que tenemos y tendrán siempre los hombres ante sí-, y no se deja arredrar por los espasmódicos modos de unos infantes ignorantes, puro nervio o pura dejación, agresivos e incuriosos.

Todo lo contrario: la educación consiste en encauzar esas desbordantes energías, alimentando la curiosidad con la multiplicación de los puntos de vista con que se puede acometer el estudio de la naturaleza, precisamente en la mente abierta de un niño; y deplorar cada mala acción, cada mal gesto, cada insulto a un semejante “desigual”, cada infracción del código moral que nos convierte en sociedad alejados de la manada -no la de los lobos sino la humana, que es peor-.

En definitiva, porque altos son los sueños idealizados en la infancia, que tan fácilmente engendran monstruos del pensamiento (y de la acción política) si se vuelven crónicos durante la adolescencia, tenía mucha razón mi amigo cuando decía que “los niños son unos fascistas”, unos verdaderos nazis inofensivos en su inmensa mayoría -diría yo-; a no ser que a los 10 o a los 12 años en vez de un buen sopapo por pegar a otro les regalen su primera pistola.

Es así o puede ser así en cualquier lugar del mundo; así que de todos y cada uno depende.  

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