…en la acepción convencional de “conferir”, que es atribuir dignidad o consideración o reconocimiento a algo, e incluso en su acepción clásica latina de “llevar muchas cosas” en este caso al mundo para dotarlo de sentido, para lograr apropiarnos de toda su extensión y significado. Así ha sido desde Grecia y Roma, pero incluso desde tiempos de Egipto y Sumeria.
Una conferencia de sentido que fue tradicionalmente dada por las religiones y sus usos y prácticas derivados -ritos, costumbres, sacrificios o sacramentos- hasta la consolidación de los monoteísmos y su posterior desarrollo, degeneración o desintegración como deísmos, ideologías o éticas particulares.
Lo que diferencia la pretensión occidentalista de otras visiones (orientales) como el Islam, el Budismo o el Comunismo, que divergen fundamentalmente del pathos occidental, es la aspiración nunca colmada al conocimiento total, a la plena sabiduría, frente a los determinismos fijados por aquéllas según la Ley de Dios, de la Vida o de la Historia.
Por eso al hombre medio de Occidente pueden parecerle inquebrantables la fe fanática del talibán, la resignación ascética del lama o el voluntarismo disciplinado del militante del Partido Comunista Chino: ellos pertenecen -por libre elección en su mayoría, es innegable- a un mundo cerrado de causas y consecuencias donde todo lo que sucede es real y por tanto aceptable.
Una especie de hegelianismo asumido como verdad absoluta desde hace milenios en caso de los budistas, de hace siglos si hablamos de los seguidores de Mahoma, y desde hace décadas por parte de los acólitos del marxismo-leninismo. Una teleología que exime a los hombres de buscarse a sí mismos en su verdad porque la verdad ya viene dictada desde el origen de los tiempos.
Por esta falsa evidencia se rigen los totalitarismos que proclaman haber dado con la clave esencial del decurso histórico, y en ella ha naufragado todo el pensamiento irracionalista de los dos últimos siglos cuando se ha traicionado a sí mismo -su método crítico de conocimiento de lo real- para entregarse a los exoterismos de un Sentido Último de la Historia o del mismo Ser.
Una falla en la visión heredada de los griegos según la cual es el hombre la medida de todas las cosas, sujeto racional capaz de utilizar su razón más allá del cálculo de la mera supervivencia material, con la vista puesta al fin último de las cosas no menos que al discernimiento de su origen, con el fin de mejorarse como meta de un discurrir vital que es fundamentalmente moral.
Pues sólo el hombre puede atribuir u otorgar sentido al mundo, a diferencia de los animales o los vegetales; esa potestad nos confiere a su vez autoridad para enjuiciarlo, explicarlo, comprenderlo o rechazarlo, es un don y una condena a perpetuidad, generación tras generación, mientras la especie sobreviva (en este o en cualquier otro planeta).
Frente a semejante y libérrima voluntad de saber más, más de nosotros mismos y de nuestro entorno todo, se alzan los muros de la incomprensión ajena y de nuestra propia pobre facultad de inteligencia del conjunto complejo de lo real; pero el ansia que espolea al hombre que busca la verdad es la única guía para el progreso y la prosperidad, y la libertad es su premisa.
Por eso, cuando cada tanto parece cernirse sobre Occidente la oscuridad de una noche eterna, merece la pena recordar esas luces y guías que nos orientan entre los escombros del sentido de un mundo que se nos ha vuelto extraño.