…pretenden no sólo orientar nuestra opinión, sino formarla haciendo tabula rasa de toda tradición moral anterior (si fuera menester), y ello sólo puede conducir a la desafección creciente del público informado -vulgo “opinión pública”- que abandona consecutivamente TV, redes y diarios, lo que debiera preocupar sobremanera a los responsables y periodistas de estos últimos.
Ciertamente, la crítica de Sartori es válida para el medio televisivo, por su peligrosa “sentimentalización” de la política (o de sus públicos, más bien) no antes que por el contrastado reblandecimiento de la mente que causa la exposición continuada a las telemiserias, a las telebobadas, a las ocasionales cazas de brujas televisadas en los presuntos “informativos” o en los programas de presunto “entretenimiento”.
Pero continuando con la TV, medio siglo de degradación de los contenidos conforme crecía el control sobre los mismos -por parte además de quienes han concentrado en muy pocas manos la capacidad para recabar y difundir información y opinión- depara una genuina dictadura de los grandes conglomerados que han copado el mercado de la información y el entretenimiento, consagrados en la actualidad a la acumulación de influencia política y su derivada en forma de censuras varias.
Si Walt Disney actúa globalmente como el Gran Inquisidor de contenidos para el público infantil, ya hemos visto con el mismo presidente USA Donald Trump cómo Twitter y Facebook se erigían al par en el Gran Censor político -desde su estatus privilegiado por la presunta “neutralidad” de sus administradores, cuando no dejan de representar asimismo un Gran Hermano que todo lo observa y todo lo puede manipular y encauzar a su antojo-.
En España, los diarios se prestan cada vez más al didactismo moralizante propio del falso progreso de “lo políticamente correcto”, con reconvenciones constantes a pensamientos e ideas ajenos o contrarios al ecologismo apocalíptico, al feminismo histérico, al igualitarismo subyugante y a la postre discriminatorio, etc. Pero es que a estas alturas consideran que es su deber aleccionarnos de continuo sobre nuestra salud, modos de alimentación, sexualidad o preferencias estéticas de cualquier índole.
Nada que la TV no haya hecho en una dimensión incomparablemente mayor (respecto a su impacto en el público), con más obscenidad y falta de escrúpulos que cualquier otro tipo de medio de comunicación masivo, incluidas las redes sociales que no dejan de ser, constitutivamente, un sumidero de infinidad de opiniones contrariadas, exabruptos, injurias las más de las veces producto de la espontaneidad y la inmediatez inherentes a estos canales -que ni de lejos tienen la repercusión que los medios convencionales (todavía) a día de hoy-, y no un servicio público como aquéllos.
Porque lo más pernicioso no son las campañas de bots para mover las corrientes de opinión en tal o cual dirección -se trata de un delito más o menos grave que puede ser reconocido, perseguido y castigado-, sino las campañas que implican a cientos de comunicadores de distintos medios pero unidos por la misma “necesidad” o “convicción” de ser indispensables para la transmisión del Mensaje (La Buena Nueva), sin reflexionar acerca de los intereses últimos a que sirven tales campañas.
Vivimos de nuevo en una era de higienistas y depuradores convencidos de tener al alcance en el medio plazo la creación del Hombre Nuevo que heredará la Tierra, una vez eliminadas las excrecencias particulares de la Antigua Humanidad decadente y degenerada. En el camino se realizarán multitud de experimentos -¡los que haga falta!-, así caigan millones o cientos de millones de “inadaptados” al Nuevo Tiempo del Mundo Feliz. Nos encontramos exactamente en el umbral de ese tiempo extraño, con todos los medios urgiéndonos a traspasarlo.
Pero la realidad y la vida son irreductibles al espacio rectangular de la pantalla, como la verdad, aunque resulte a estas alturas poco menos que herético sostener algo tan obvio; o algo menos obvio, en estas ciénagas del relativismo en que nos movemos, como la existencia misma de verdad, que nos permite básicamente reconocer las mentiras -aunque las televisen-.