Sin nacionalismo no hay democracia

…como acaban de demostrar una vez más los británicos en plena posesión de su soberanía recuperada; como no han olvidado hasta el momento en los Estados Unidos de América, ni jamás -de 1789 a nuestros días- en Francia, aunque tal vez esto último no sea más que un deseo bienintencionado cuando la República ha de combatir el “separatismo” en todo el territorio nacional.

Lo cierto es que el análisis político medio en España no rebasa la evidencia de la nocividad de los “nacionalismos” vasco y catalán, que no pueden aspirar a más nación que no sea la que imponga un estado particular siguiendo criterios etnicistas, algo por completo ajeno si no contrario al ideal nacional esbozado por un Renan. Pero es que hablamos de facciones con pretensiones clánicas y tribalistas, no de la verdadera expresión de sus pueblos o “naciones”.

Por ello no cabe objetar el nacionalismo español equiparándolo de manera facilona a los separatismos abertzale y catalanista, pues que éstos son producto del travestismo de las pseudo élites más integristas de España -ya incluso antes de que el régimen franquista agonizara- y aquél surge espontáneamente del pueblo en armas contra el invasor francés durante la Guerra de la Independencia, inextricablemente unido al Liberalismo patrio.

Una doctrina liberal que, no siendo precisamente ortodoxa, reivindica claramente la Soberanía Nacional (de todos los españoles de ambos hemisferios) para dar a luz al nuevo estado constitucional que, mal que bien, fue tomando forma a lo largo del siglo XIX y cristalizará ya en las cuatro décadas de la Restauración canovista, pudiendo ser homologable a los más importantes de su entorno ya en los inicios del siglo XX -pese a la “leyenda negra” de los “noventayochistas”-.

De qué si no consignar en la España del primer tercio de siglo semejante elenco de nombres en tantos ámbitos distintos, de la Literatura a la Medicina y del Arte a la Filosofía: Ramón y Cajal u Ortega, Dalí, Juan Ramón Jiménez, Marañón, Pío Baroja, Lorca o Buñuel. ¿Acaso hablamos de fascistas o de locos patrioteros? ¿Acaso no creaban y pensaban todos en España y por España, generalmente en “España como problema” pero también en el venero inagotable de su tradición?

A la contra más que a favor de la Historia de España, un número inmenso de intelectuales (escritores, profesores, políticos) transformaron el folclorismo españolista de los espadones de Isabel II en una revisión crítica -ciertamente superficial y nihilista en muchos casos- en un afán de “regeneración” con la vista puesta en la modernización del país, esto es: positivamente, con carácter constructivo.

Y de ahí no sólo el Instituto Libre de Enseñanza sino los mismos maestros de escuela -antes, durante y después de la efímera II República-, cuya labor decisiva en tantos pueblos de España logró sacar de la ignorancia y la miseria a varias generaciones de españoles después de siglos de incuria. Por vocación y por patriotismo, como tantos siguen esmerándose a día de hoy por alimentar espiritualmente a las nuevas generaciones de españoles.

LAS VIEJAS BRUJAS DE SIEMPRE

¿Qué tenemos que enfrentar, a todo esto? Sólo el odio racista antiespañol, infundado -fruto de complejos retrógrados más que de agravios reales-, que busca segregar a gran parte de la población sobre la que pretende asentar un nuevo estado-nación, todo con motivo de hacerse con el Poder con la coartada de legendarias singularidades (nuevamente, se trata de singularidades étnicas) y falsarias historias de terror inducido.

Valga como ejemplo la sempiterna falacia de la persecución inquisitorial contra las brujas en el País Vasco, que sirve para reseñar la brutalidad y crueldad del eterno “régimen opresor” español tanto como para ilustrar a incautos sobre la presunta religión ancestral de los vascos (¡y las vascas!), en relación con las prácticas del “aquelarre” -palabro inventado a posteriori- y otras místicas de índole pagana.

Porque todo esto es falso, como dejó sentado para los restos el mismo investigador del Santo Oficio Alonso de Salazar, bien aconsejado por algunos jesuitas, cuando dictaminó que todo eso de las prácticas brujeriles era pura mentira y se prohibió en adelante ajusticiar a nadie bajo tal acusación -casi tres siglos antes que en otros “países avanzados de nuestro entorno”-. Negarse a aceptar los hechos históricos es puro abertzalismo; ¿mostrarlos es prueba de nacionalismo español?

PSOE: ESPAÑOL A FUER DE ESTATALISTA

Es en el fondo patético ver los (supuestamente) bienintencionados esfuerzos de los “centristas” por reconducir al hato de bestias españolistas al redil del marco “constitucionalista”, cuando no parecen capaces de asumir que la base de la Constitución es la Nación, que por eso tratan de destruirla en cada gesto, libro de texto o declaración institucional que se les brinde los separatistas de toda índole con sus habituales aliados de la Extrema.

Y el PSOE no es que esté en el ajo por convicción, sino porque es indistinguible del Estado maleado por extremistas de todo pelaje prácticamente de 1982 a nuestros días. Sólo la traición de Zapatero a la hipócrita conveniencia (¡conllevanza!) del Felipismo con los límites naturales de la Nación y la Ley ha cambiado el panorama, poniendo de paso en un brete, involuntariamente, a sus aliados tradicionales de régimen: CiU y PNV.

Ahora mismo el Estado es pasto de todas las facciones que pretenden alimentarse de él para constituir y blindar su Poder aparte, sobre los gobernados en las pretendidas “naciones” que más que constituir pretenden sojuzgar. Y el PSOE considera factible dominar la situación “desde arriba”, que no implica en su caso sólo el Gobierno de la Nación, sino el Estado mismo. Pero se trata de un Estado en quiebra, insostenible si no es por la pertenencia a la UE.

CONCLUSIÓN

A consecuencia de esta identidad PSOE-Estado, en ningún caso podría un Dr.Sánchez cualquiera separarse de la UE, lo que le distancia decisivamente de su propio socio en el Ejecutivo (Podemos), como de los separatistas a los que no puede autorizar la secesión de sus “naciones” a riesgo de desintegrar precisamente uno de los “países miembro” de la UE que además se halla sujeto a la disciplina implícita y explícita del pacto por la moneda única (euro).

Lo que no es óbice para que el PSOE acabe definitivamente por arruinar y liquidar el mismo Estado -un suicidio partidista aun antes que nacional-, por lo que de buenas a primeras cabe demandar a los patriotas o demócratas o “constitucionalistas” que se dejen de zarandajas conceptuales y comiencen a defender de veras la Nación, “la España de los balcones” y la de los talleres y restaurantes, la de “la gente”: la de quienes esperan aún ser tratados como ciudadanos.

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Blanco

…es el último libro de Bret Easton Ellis (Los Ángeles, 1964) -autor de uno de los superventas más transgresores de finales del siglo XX, American Psycho- y surge más como una reacción al asfixiante predominio de lo políticamente correcto de la mano de las políticas identitarias que como un deliberado ejercicio autobiográfico, si bien funciona asimismo a modo de memorias desperdigadas por su trayectoria vital y literaria.

A fin de cuentas, sólo recordar cómo era el mundo que conocimos nos permite contrastar el estado de delirio social que padecemos actualmente los occidentales -no sólo en los Estados Unidos de América- con aquella época libérrima en la que parecía que todo iba a ir progresivamente a mejor bajo la égida del Imperio USA y el triunfo de Madonna y Michael Jackson, las películas de Spielberg y la eclosión de los yuppies de Wall Street.

Un mundo que precisamente Ellis diseccionó en su American Psycho, dando a entender que bajo la fachada de alegre desenfado únicamente enfocado al éxito profesional, tan propio de la era Reagan, se escondía la personalidad vacua de gente que no sabía muy bien para qué deseaba llegar a lo más alto. Y, no obstante, aquellos tiempos de desparrame eran más asequibles para el común de los mortales que éstos, en cuanto que todavía se podían expresar opiniones discordantes.

El título refiere precisamente al paradigma vigente del blanco o negro que anula los matices en estos tiempos de enfermiza interconectividad vía redes sociales, las cuales fomentan el exhibicionismo emocional a despecho de surtir de presuntos argumentos victimizadores a aquellos cuyas vidas dependen aparentemente del número de likes que susciten sus fotografías o comentarios sentimentales sobre cualquier tipo de asunto o problema (real o no).

Desde la portada de color blanco, donde se resalta en negrita “Blanco” de una lista de términos que podrían calificar al propio Ellis –Escritor Crítico Tuitero Hater Lover Deslenguado Transgresor Hombre Blanco Privilegiado-, hasta los títulos de las partes que componen el libro -Imperio, Actuar, Álter ego, Postsexo, Gustar, Tuitear, Postimperio, Hoy día-, el autor confronta los modelos de su niñez como hijo de boomers (nacidos entre 1945 y 1965), las polémicas de su juventud como miembro de la generación X, y la actual deriva absurda de los menores de 40 años, de quienes se burla como pobres inadaptados infantilizados por redes y TV con una sensibilidad siempre a flor de piel, y un consecuente ánimo inquisidor que ya no deja resquicio alguno a la menor expresión de humor, se trate de ironía, juegos de doble sentido o mordacidad.

NIÑOS SIN PADRES ENCIMA

Como muestra de su infancia, una época en que si se iba al cine “los padres decidían qué películas veían los niños y nosotros íbamos con ellos y punto”, cabe extraer esta larga cita, ya sin padres cerca:

“Esta permisividad respecto al contenido no resultaría aceptable para la mayoría de los padres actuales, pero en el verano de 1976 no era extraño tener once o doce años y sentarse a ver varias sesiones seguidas de La profecía en un cine inmenso con una pantalla gigante (acompañado por los hermanos mayores de otros amigos a causa de la clasificación de la película, y disfrutando la decapitación a cámara lenta de David Warner) (…) Hojeábamos los libros de Jacqueline Susann y Harold Robbins de la librería de mi abuela y veíamos El exorcista en el canal Z (…) después de que nuestros padres nos prohibieran seriamente que no la viéramos, pero, por supuesto, la vimos de todos modos y, como era de esperar, alucinamos. Veíamos sketches de gente metiéndose cocaína en Saturday Night Live y nos sentíamos atraídos por la cultura disco y las películas de terror sin ironía. Consumíamos todo eso y nada nos afectó, nunca nos perjudicó porque la oscuridad y el mal humor de la época estaban por todas partes y reinaba el pesimismo, que se consideraba un atributo de lo moderno y enrollado. Todo era un timo, todo el mundo era corrupto y a todos nos criaban con comida poco saludable. Podría argumentarse que todo eso nos jodió, o quizá, desde otro punto de vista, que nos curtió. Visto con casi cuarenta años de distancia, probablemente nos hizo menos miedosos. Sí, éramos alumnos de sexto o séptimo en una sociedad donde no existían los filtros de protección paterna. No teníamos a nuestro alcance Tube8.com, ni vídeos de fisting en el móvil, ni Cincuenta sombras de Grey ni rap gangsta ni videojuegos violentos y el terrorismo todavía no había arribado a nuestras costas, pero éramos niños que vagaban por un mundo pensado prácticamente solo para los adultos. A nadie le importaba lo que viéramos o dejáramos de ver, cómo nos sentíamos ni lo que queríamos y todavía no nos había cautivado la cultura del victimismo. Comparado con lo que se considera aceptable hoy día, cuando se mima a los niños hasta convertirlos en inútiles, fue una edad de inocencia.”

Aunque tal vez la siguiente cita condense mejor la tesis básica del libro, con su nítido contraste generacional:

“A una edad muy temprana comprendí que no llevarse más que decepciones, desilusiones y penas convertía la alegría, la felicidad, la conciencia y el éxito en más tangibles y considerablemente más intensos. No nos daban medallas por hacer un buen trabajo ni nos premiaban solo por hacer acto de presencia: había ganadores y perdedores. Todavía no existían los tiroteos en las escuelas -al menos, no eran una epidemia-, pero nos pegaban, normalmente niños mayores y por lo general sin que nuestros padres se apiadaran de nosotros, ni tan siquiera lo comentaran. Y desde luego no nos decían que éramos especiales a la menor ocasión. (Sin embargo, no recuerdo que uno solo de mis compañeros de infancia y adolescencia se suicidara, ni en el ámbito nacional ni en la educación privada de Los Ángeles). Era el desafío descontrolado de las películas de terror lo que hacía que pareciera que el mundo funcionaba así: a veces ganabas, a veces perdías, así es la vida, todo esto me está preparando para algo, es lo normal. Esas películas reflejaban la decepción de la edad adulta y de la vida, decepciones que yo ya había presenciado en el matrimonio fracasado de mis padres, en el alcoholismo de mi padre y en mi propia infelicidad y alienación infantiles, con las que lidiaba yo solo y que trataba de procesar igual de solo. Las películas de miedo rodadas en los años setenta no tenían reglas y a menudo carecían de una historia de fondo tranquilizadora que explicase el mal y lo convirtiera en una metabroma posmoderna. ¿Por qué acosaba el asesino a las estudiantes de Navidades negras? ¿Por qué era poseída Regan en El exorcista? ¿Por qué nadaba el tiburón alrededor de Amity? ¿De dónde provenían los poderes de Carrie? No había respuestas, igual que no había justificaciones concretas y con un significado ulterior para el azar de la cotidianidad: las putadas ocurren, apechuga, deja de lloriquear, asúmelo, crece, joder. Aunque con frecuencia deseaba que el mundo fuera de otro modo, también sabía -y el cine de terror contribuía a confirmarlo- que nunca iba a cambiar, una constatación que a su vez me condujo a cierta aceptación. El terror suavizó la transición desde la supuesta inocencia de la niñez a la previsible desilusión de la vida adulta y, además, afinó mi sentido de la ironía.”

TRUMP COMO CONTRAMODELO

Para quien no conozca al autor ni su obra, resulta que hablamos de un libérrimo varón homosexual que conoció el éxito con poco más de veinte años con su primera novela Menos que cero, adaptada casi de inmediato al cine -con lo que eso supone en la industria del espectáculo USA: hacerse multimillonario-, y que no ha dejado de colaborar con guiones en series de televisión y películas de Hollywood hasta nuestros días.

No obstante, también Ellis se vio enfrentado a presiones y censuras, propias por lo demás de cualquier sociedad libre y plural, a cuenta de su celebérrima American Psycho:

“En noviembre de 1990, a dos meses del lanzamiento que Simon & Schuster había anunciado en primavera, la publicación se canceló. Se habían distribuido galeradas y algunos lectores defendían (lo hubieran leído o no) el libro que yo creía haber escrito, una tenebrosa farsa con un narrador poco fiable, pero no importó: el ruido de los ofendidos retumbaba demasiado, y fui expulsado de una organización a la que ni siquiera sabía que pertenecía. Al final me permitieron quedarme el adelanto y otra editorial (de hecho, más prestigiosa) compró los derechos y se aprestó a publicar el libro en rústica en la primavera de 1991, una semana después de que, supuestamente, terminaran los combates de la Guerra del Golfo. Conforme fueron pasando los años y la controversia que rodeó a American Psycho se calmó, la novela se leyó por fin con el espíritu con el que había sido creada: como una sátira. Y algunos de sus mayores paladines fueron mujeres y feministas, como Fay Weldon y Mary Harron, que la adaptó en una elegante comedia de terror protagonizada por Christian Bale y estrenada nueve años después en la que, a diferencia de lo sucedido en Las reglas del juego, todos los diálogos y las escenas estaban tomados del libro. Lo único que aprendí de todo este asunto fue comprender que no se me daba bien prever lo que irritaría a la gente porque a mí el arte nunca me había ofendido.”

Y, no obstante, casi tres décadas después el mismo escritor que había satirizado al establishment de su tiempo, representado por el “tiburón” financiero de Wall Street, se ve prácticamente obligado a terciar en la polémica antiTrump desatada por las mismas élites progresistas de Nueva York y Los Ángeles a las que él, gracias a su éxito literario, pertenece a su manera, y de hecho se permite recordar lo más obvio:

“En American Psycho había elegido a Donald Trump como héroe de Patrick Bateman y había investigado más de una de sus odiosas prácticas empresariales, sus mentiras descaradas, cómo había dejado que Roy Cohn ejerciera de mentor suyo o el tufo racista que no desentonaba del todo en un hombre con sus orígenes y su edad. Había leído Trump, el arte de la negociación y seguido su trayectoria, y había hecho los deberes necesarios para convertir a Trump en un personaje capaz de flotar por toda la novela y ser la persona a la que Bateman aludía siempre, a la que citaba y en quien aspiraba a convertirse. Los jóvenes, los tipos de Wall Street con los que traté durante mi investigación inicial, se sentían cautivados por él. Trump les inspiraba, algo que me inquietaba en 1987, 1988 y 1989, y por eso se le menciona más de cuarenta veces en la novela. Bateman está obsesionado con Trump, el padre que nunca tuvo, el hombre que quiere ser. Quizá por eso no me cogió por sorpresa cuando el país lo eligió presidente; en el pasado había conocido a mucha gente que lo admiraba, y ahora también. Desde luego, a uno podía no gustarle que lo hubieran elegido, y aun así entender y comprender por qué lo habían votado sin sufrir una crisis mental y emocional. Cada vez que escuchaba a ciertas personas perder los papeles hablando de Trump, mi primera reacción siempre era la siguiente: “Deberías medicarte, tienes que ir al psiquiatra, tienes que parar ya de permitir que ese “hombre malo” te ayude a concebir tu vida entera como un proceso de victimización». ¿Por qué se hacían eso? Seguro que había gente -los beneficiarios del programa de protección a los inmigrantes llegados en la infancia (DACA) o aquellos de los que se ocupaba el Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE)- que estaba en su derecho de asustarse, pero ¿la clase media alta blanca de las universidades, de Hollywood, de los medios de comunicación y de Silicon Valley? Si odiabas a Trump, ¿por qué ibas a permitirle ganar metafórica además de literalmente? Pues eso es justo lo que ocurrió a lo largo del año siguiente y de 2018: la gente que detestaba a Trump se estaba obsesionando con Trump. Los progres ricos y privilegiados que yo conocía eran siempre los más histéricos y quienes peor lo pasaban.”

De hecho, acostumbrado a tener parejas millenials -varias de ellas judíos progresistas multimillonarios-, Ellis acaba por supurar la tensión que supone convivir con alguien que, lejos de representar una víctima objetiva de un «sistema injusto y opresor» (¿acaso no resuena aquí la cantinela de nuestros separatas y podemonios?), se pasa el día lloriqueando por la presunta afrenta inenarrable de tener a alguien como Trump de presidente de la Nación -cuando en rigor Trump perteneció hasta la llegada de Obama al Poder a esa élite neoyorquina del Partido Demócrata que agasajaba y financiaba a los Clinton a la menor ocasión-.

HOLLYWOOD O LA RENUNCIA A LA LIBERTAD

El libro repasa a vuelapluma diferentes episodios de la biografía literaria y cinéfila de Ellis, su educación sentimental y sus concepciones como crítico de los diversos fenómenos de masas de la cultura pop de los 70′ a nuestros días -de Richard Gere en American Gigolo, como momento fundacional de la iconografía gay en el cine, a las refrescantes bandas pop de los 80′, de Blondie a las Bangles-, sin cesar de intercalar mordaces apuntes y reflexiones morales sobre personajes convertidos por los medios de masas en «mitos» (o antimitos) y superestrellas como David Foster Wallace, Tom Cruise, Kanye West o Charlie Seen, por distintos motivos pero con un objetivo comprensivo: mostrar cómo la industria USA del entretenimiento ha pasado de fomentar la sexualidad de las figuras como medio legítimo de atraer lectores y espectadores a la taquilla y a los conciertos a convertirse en una especie de Inquisición de la No Ofensa hacia las Identidades Particulares, al devenir en el principal foco de censura y exclusión de los discrepantes de (o meramente ajenos a) la nueva sensibilidad de lo que Ellis ha denominado sarcásticamente “Generación Gallina”, en referencia a los millenials:

“Con cada vez menos empresas dirigiendo el cotarro (puede que pronto quede solo una) probablemente mis colegas se vieron en la necesidad de acatar las nuevas reglas: sobre el humor, sobre la libertad de expresión, sobre lo que era divertido y lo que ofendía. Los artistas -o, en la jerga local, los creativos- no debían forzar los límites, pasarse al lado oscuro, explorar tabúes, hacer bromas inoportunas ni llevar la contraria. Podíamos hacerlo, pero no si queríamos dar de comer a la familia. Esta nueva política te exigía vivir en un mundo donde no se ofendiera nunca a nadie, donde todos fueran siempre amables y educados y las cosas siempre inmaculadas y asexuadas, a poder ser incluso sin género, y ahí fue cuando comencé a preocuparme de verdad, cuando las empresas empezaron a querer controlar no solo lo que decías, sino también tus pensamientos e impulsos, incluso lo que soñabas. Teniendo en cuenta el aumento de la influencia de las compañías, ¿podría el público consumir productos que no estuvieran autorizados o que flirtearan temerariamente con la transgresión, la hostilidad, la incorrección política, la marginalidad, los límites de la diversidad y la inclusión forzosas, todo tipo de sexualidad o cualquier otro elemento que fuera condenado con la omnipresente etiqueta de “advertencia de contenido inapropiado”? ¿El público estaba dispuesto a que le lavaran el cerebro o ya había ocurrido? ¿Cómo podían trabajar los artistas en un ambiente donde les aterraba expresarse a su manera o correr grandes riesgos creativos que podían bordear la frontera del buen gusto o incluso la blasfemia, o que simplemente les permitieran ponerse en la piel del otro sin que se les acusara de apropiación cultural? Pongamos, por ejemplo, una actriz a la que se rechazara para un papel que se moría por interpretar porque -respira hondo, camarada- no se ajustaba perfectamente al personaje. ¿No se suponía que los artistas debían vivir en cualquier parte menos en un refugio alérgico al riesgo donde la tolerancia cero era la exigencia primera y primordial? A finales del verano de 2018, la situación no solo parecía pronosticar un futuro intimidatorio, sino un nuevo orden mundial de pesadilla. Y comprendí que yo mismo estaba cayendo en la hipérbole de la que acusaba a los demás, pero no podía evitarlo.”

Un libro valiente y necesario, que también incide en cómo las redes sociales e internet en general, con su facilismo a la hora de brindar con inmediatez cualquier tipo de satisfacción primaria al usuario, ha acabado por erradicar el riesgo, el esfuerzo y el mero deambular por las afueras de nuestro cómodo refugio para procurarnos lecturas, música, cine o sexo. O mero contacto conversacional con otros seres humanos y con la propia realidad.

Se le puede augurar, pues, una bienvenida en el mercado anglosajón (al menos) similar a la que le ha deparado a Woody Allen la publicación de sus memorias A propósito de nada -de las que también procuraré tratar próximamente en esta misma página, antes de que la Nueva Inquisición Progresista de los Ofendidos las haga registrar en su particular y demencial Índice de Libros Prohibidos-.