…es el término que utiliza el profesor universitario Alain Deneault (Quebec, 1970) para significar -más que “el Gobierno de los mediocres” o “cuando los mediocres llegan al Poder” con que se subtitula la obra en español- la aparición/creación de unas nuevas élites desde la media estadística, en contra por tanto de la selección meritocrática o “selección de los mejores”.
“El término mediocridad designa lo que está en la media, igual que superioridad o inferioridad designan lo que está por encima y por debajo. No existe la medidad. Pero la mediocridad no hace referencia a la media como abstracción, sino que es el estado medio real, y la mediocracia, por lo tanto, es el estado medio cuando se ha garantizado la autoridad. La mediocracia establece un orden en el que la media deja de ser una síntesis abstracta que nos permite entender el estado de las cosas y pasa a ser el estándar impuesto que estamos obligados a acatar. Y si reivindicamos nuestra libertad no servirá más que para demostrar lo eficiente del sistema.”
Desde la introducción nos ofrece el perfil buscado por los mediócratas:
“No esté orgulloso, no sea ingenioso ni dé muestras de soltura: puede parecer arrogante. No se apasione tanto: a la gente le da miedo. Y, lo más importante, evite las “buenas ideas”: muchas de ellas acaban en la trituradora. Esa mirada penetrante suya da miedo: abra más los ojos y relaje los labios. Sus reflexiones no solo han de ser endebles, además deben parecerlo. Cuando hable de sí mismo, asegúrese de que entendamos que no es usted gran cosa. Eso nos facilitará meterlo en el cajón apropiado.”
Una selección de los conformistas del futuro que consecuentemente depara, en todos los ámbitos que explora el autor -del capitalismo financiero al mundo universitario y de la investigación, al de la producción cultural-, unas consecuencias cuando menos inquietantes, si bien Deneault parece exacerbar su crítica a veces con el objeto de obtener un cambio en la misma conducta del lector.
“La política es lo que sucede cuando las personas que pertenecen a una comunidad se dotan a sí mismas de la capacidad de debatir y definir los principios fundamentales que rigen la vida en sociedad. Por lo tanto, actuar políticamente implica ubicar nuestro discurso y nuestra acción más allá de las coordenadas sociales a las que estamos confinados por el poder institucionalizado, y debatir todas las reglas y mecanismos que nos obligan a situarnos aquí y de este modo. Tenemos que estar menos involucrados en seguir el juego de la actual dinámica gerencial, financiera, capitalista y ultraliberal -y en esa esperanza de poder extraer de ella algún beneficio- para poder dedicar más energía al establecimiento de nuevas reglas formales.”
Porque de la mano de Karl Marx y Max Weber, Georg Simmel o Rosa de Luxemburgo, Camus, Marcuse y Naomi Klein y Steven Pinker, el autor presenta este libro en parte como un ensayo y en parte como llamada a la acción, como demandaría la praxis marxista, ante las múltiples evidencias de cómo unas élites políticas oligarquizadas por grandes multinacionales o superpróceres locales se avienen a cuanto dislate les es propuesto, aquí como en África, en Canadá como en China, por aquellos que sólo tienen como fin el lucro a toda costa –“la economía de la avaricia”-.
“La mediocracia nos anima de todas las maneras posibles a amodorrarnos antes que a pensar, a ver como inevitable lo que resulta inaceptable y como necesario lo repugnante. Nos convierte en idiotas. Que pensemos el mundo en términos de medias variables resulta del todo comprensible; está claro, por supuesto, que algunas personas se asemejan muchísimo a estas figuras medias, pero que deba haber un mandato mudo que conmine a todo el mundo a convertirse en algo idéntico a esta figura media es una idea que algunos jamás llegaremos a aceptar. La palabra mediocracia ha perdido el significado que pudo haber tenido en el pasado, cuando describía el poder a manos de la clase media. Ahora no alude tanto a la dominación de las personas mediocres como a la dominación creada por las propias maneras de la mediocridad; alude al estado de dominación que las establece como divisa de significado y a veces también como la base para la supervivencia, hasta el extremo de que todos los que aspiran a algo mejor y se atribuyen soberanía acaban sometidos a sus palabras vacías.”
UNIVERSIDADES, CIENCIA Y EXPERTOS
Deneault, que en 2017 escribiera Paraísos fiscales. Una estafa legalizada, es profesor de Sociología en la universidad de Quebec y director del programa del Collège International de Philosophie de París. Ello no impide, sino todo lo contrario, que de las cuatro partes en que estructura el libro dedique la primera a darle un repaso al estado de la cuestión en la Universidad, antes de ponerse con el capitalismo financiero y las multinacionales, el mundo de la cultura y la cultura misma de la corrupción organizada.
“La universidad es uno de los componentes del actual aparato industrial, financiero e ideológico: en ese sentido, se puede argumentar su pertenencia a la “economía del conocimiento”. Las empresas ven la universidad como un proveedor, financiado con fondos públicos, de los trabajadores y de los conocimientos avanzados que necesitan.”
A su juicio, esta mercantilización de las facultades dedicadas a vender profesionales para los puestos que demandan las empresas fomenta precisamente la mediocridad en las aulas, desde el momento en que lo que menos se les requiere a los alumnos es destacar sobre el resto o dar muestras de una gran vocación. La Universidad, parece querer decirse, está para otra cosa; y Deneault entiende que entonces se trata de crear tanto los trabajadores como los consumidores del día de mañana. ¿Dónde queda la Universidad como centro de cultivo del espíritu, sede de la crítica y templo del saber?
“El hábito académico consiste en dejarse dominar. La universidad se encuentra en un estado completamente caótico y solo el dinero parece aportar algo de consistencia a sus prácticas. Se ha rendido, lo que define su visión acerca de cómo debe emplearse el lenguaje en las investigaciones. Los textos académicos se basan en una norma implícita que se convierte en explícita en cuanto alguien la quebranta: la prosa de un autor solo se considera científica si mantiene un tono neutral, tranquilo y comedido.”
Respecto a la capacidad de investigación universitaria, el autor incide en que muchos proyectos son redirigidos por los clientes que financian los centros, mientras que la propia Universidad que los contrata fuerza a veces a la hiperproductividad a los investigadores. Algo por el estilo sucede cuando los científicos, por mor de lograr financiación pública o privada para sus investigaciones, caen en la ansiedad de la publicación de artículos para alcanzar notoriedad, cuando a veces no aportan nada nuevo, son reiterativos o, en el peor de los casos, plagios de otros trabajos y tesis.
“Cuando un profesional recién reclutado por el ámbito académico universitario se somete a intimidatorios ritos de iniciación, aprende que las dinámicas del mercado siempre se imponen sobre los principios fundacionales de las instituciones públicas, pues el objetivo es saltarse tales principios.”
Este arquetipo de la mediocridad es necesario para mantener el Poder real en la sombra, mientras los nuevos portavoces “expertos” o “profesionales” lo dotan de justificación política revestida de las galas del conocimiento y la ciencia.
“La figura central de la mediocracia es, por supuesto, el experto con el que la mayoría de los académicos actuales se identifican. Su pensamiento nunca es del todo suyo propio, sino que pertenece a un orden de razonamiento que, si bien se encarna en él está guiado por intereses concretos. El experto trabaja para convertir propuestas ideológicas y sofismas en objetos de conocimiento que parezcan puros: esto es lo que caracteriza su labor. Por este motivo no se puede esperar de él ninguna propuesta potente ni original.”
En consecuencia:
“Para los poderosos, la persona mediocre es el individuo medio a través del cual pueden transmitir sus órdenes y establecer su autoridad sobre una base más firme.”
SEGUIR EL JUEGO: LA CENSURA CÓMPLICE
“Los poderes establecidos no deploran el comportamiento medio, lo convierten en obligatorio. Se está instituyendo un nuevo tipo de mediocracia. La mediocridad ya no se asocia, tal como imaginaron quienes conformaban las élites en el siglo XIX, a la idea de unos intelectuales autodidactas y propietarios de comercios, convencidos de su propia inferioridad, que tratan laboriosamente de ir adquiriendo conocimientos y de participar de las artes reservadas a las clases dirigentes. La mediocracia ahora la encarnan los estándares profesionales, los protocolos de investigación, los procesos auditores y los calibrados metodológicos desarrollados por las organizaciones dominantes para que sus subordinados puedan ser intercambiables. Este es el orden en que lo artesano cede ante la funcionalidad, las prácticas ante las técnicas, la destreza ante la implementación.”
Para Deneault, la máxima expresión de todas las corrupciones cabe en la frase “seguir el juego”, en su opinión “un bálsamo para la conciencia de todo actor fraudulento”.
“Con esta misma actitud de mirar para otro lado, y pese a estar bien equipados para acorralar a entidades culpables de fraude fiscal a gran escala, los inspectores de Hacienda prefieren acechar a las camareras que no declaran las propinas. Los agentes de policía echan el cierre a sus investigaciones en cuanto se dan cuenta de que han topado con alguien del entorno cercano al gobierno, mientras los periodistas reproducen el lenguaje tendencioso de las notas de prensa difundidas por los poderosos y eligen seguir nadando a ciegas ignorando las corrientes de movimientos históricos, a los que prefieren no dedicar su atención.”
De hecho, “seguir el juego” es práctica tan generalizada en Occidente en las relaciones con el Poder -pese a dos siglos y medio que han pasado desde la Revolución Americana– que verdaderamente ejerce en los tiempos actuales una perversa censura sobre los que, al no aceptar el juego en sí, se ven expuestos a todo tipo de reproches, vejaciones o presiones, cuando no son depurados de sus cargos y apartados de su trabajo.
“Colectivamente, seguir el juego significa comportarse como si no importara el hecho de que a lo que estamos jugando es a la ruleta rusa, nos lo estamos jugando todo, estamos jugándonos la vida. Sólo estamos jugando, es divertido, no va en serio, no es de verdad, no es más que un simulacro que nos envuelve en su risa perversa. El juego al que se supone que tenemos que jugar siempre se presenta con un guiño, como un ardid que hasta cierto punto podemos criticar, pero cuya autoridad sin embargo aceptamos. Al mismo tiempo, tenemos cuidado de no explicitar las reglas generales del juego, porque están inextricablemente entreveradas con estrategias concretas que son personales y arbitrarias -por no decir abusivas- la mayoría de las veces. En la mente de personas que se creen listas, la falsedad y las trampas se conciben como un juego implícito, llevado a cabo a expensas de personas a las que consideran estúpidas. Seguir el juego, pese a lo que quiera uno pensar si es que pretende engañarse, significa no regirse nunca por nada más que la ley de la codicia. Esta forma de pensar le da la vuelta a la definición de oportunismo: el oportunismo es hoy una necesidad social ajena a la persona, pero requerida por la sociedad.”
El autor presenta casos de su país, con la coyunda entre políticos y grandes fortunas como forma práctica de gobierno y gestión de los asuntos públicos desde hace décadas, y procura concienciar al respecto con un discurso cada vez más netamente político-filosófico:
“Existe un orden muy real de poder que no se traduce en ningún cuerpo constitucional ni ninguna institución públicamente reconocida. No hay elecciones, tribunales, estructuras ni oposición que puedan articular o enmarcar este poder tan autocelebratorio. (…) Este orden elitista, ajeno a cualquier forma constitucional de poder, fagocitará otras formas de poder tradicionalmente reconocidas, tal como se aprecia en la manera que tiene de acoger a políticos y a otras figuras relacionadas con instituciones formales. (…) Este orden reúne a propietarios con capacidad de registrar sus bienes, o los de los bancos y multinacionales que gestionan, en jurisdicciones acomodaticias (como los paraísos fiscales) para poder llevar a cabo operaciones financieras de espaldas al control de estados en los que se aplica la ley. En este sentido, son soberanos, pero ejercen su soberanía en privado, sin ninguna estructura formal conocida ni reconocida.”
Y de este último aserto pretende Deneault (tal vez por deformación profesional) extraer la conclusión de la absoluta novedad de este estado de cosas, como queriendo apuntarse un tanto como investigador:
“La definición y descripción de estas nuevas estructuras de poder elude los conceptos tradicionales de la filosofía política y las formas establecidas de la teoría constitucional en torno a la soberanía del Estado. Nos obligan a definir nuevas formas de poder y a redefinir los términos del léxico político que suele emplearse para hablar de la evolución de nuestro mundo.”
CORRUPTURA: ¿REVOLUCIÓN?
Sin embargo, y con no pocos resabios marxistas, el autor se asoma a la identificación de estas “nuevas estructuras de poder”:
“Finalmente, convengamos que el régimen en el que ahora mismo nos encontramos no supone una amenaza para la democracia, sino que ya ha llevado a cabo aquello con lo que amenazaba. Llamémoslo plutocracia, oligarquía, tiranía parlamentaria, totalitarismo financiero o cualquier otra cosa. Debatamos sobre cuál es la mejor manera de definir este poder ultraprivado. Una de sus características, que sin duda lo identifica como una oligarquía, es su capacidad de capturar y codificar cualquier actividad social para convertirla en parte del proceso de capitalización que enriquece a quienes ocupan sus tronos en la cúspide de la jerarquía. Cantar, coleccionar sellos, darle a una bola con un bate, leer a Balzac o fabricar motores: sea cual sea, la oligarquía se asegura de que cualquier actividad socializada, por magra que resulte, se inserte en el sistema que gestiona las inscripciones y los códigos en beneficio de la concentración de poder por arriba. Toda actividad humana se organiza de tal manera que esta aumente el capital de quienes supervisan las operaciones que se van agregando. Esto nos empobrece en todos los sentidos.”
Como colofón, ya con un tono desafiante y panfletístico, Deneault llama a la “corruptura” de todos con la situación:
“Una vez que hayamos encontrado el nombre correcto para estos regímenes, se requerirá de nosotros que nos resistamos a ellos si somos demócratas o que nos pongamos manos a la obra para derrocarlos. Esto implica romper con el nuevo orden, forzar una ruptura con sus lógicas dañinas y destructivas y emanciparnos colectivamente. Debemos ejercer esta ruptura todos juntos: será una corruptura.”
O bien:
“Es el momento de que cambiemos los fundamentos del régimen establecido. A partir de ahora, la fuerza corruptora seremos nosotros. Tenemos que poner en marcha la corruptura con respecto a estas terribles formas de poder para generar otras distintas.”
Está hablando, a estas alturas, de Revolución, si bien pretende dotar al concepto de un aura propia de la lógica del lenguaje:
“nos parece imposible pensarnos como revolucionarios de una manera que no sea romántica. Y, sin embargo, la revolución -entendida como el hecho de derrocar y de hacer que formen parte del pasado instituciones y poderes que causan un grave perjuicio al bien común- es un trabajo de una urgencia extrema, incluso aunque se trate únicamente de salvaguardar cualquier ecosistema que aún tenga opciones de sobrevivir al ciego proceso de destrucción llevado a cabo por la gran industria y las altas finanzas, o de conseguir que quienes toman las decisiones económicas modifiquen radicalmente su manera de pensar en favor de los miles de millones de personas desfavorecidas que en la actualidad experimentan en sus cuerpos un nivel desquiciante de exclusión social.”
Pese a sus excesos dialécticos, Mediocracia resulta estimulante por su crítica previa al conformismo, al par que identifica básicamente las carencias del capitalismo financiero y sucesivamente las fallas de las democracias liberales, sobre todo a la hora de proteger a los ciudadanos de los efectos perniciosos de esta adulterada “economía de mercado”. Crítico de la política canadiense como de la francesa, las reflexiones de Deneault sobre la absolutización del “centro” en política son tan sugestivas como esclarecedoras:
“Este es el orden político del extremo centro. Sus políticas encarnan no tanto una ubicación exacta sobre el eje izquierda/derecha como la supresión de dicho eje, que se sustituye por un único enfoque que afirma contener las virtudes de la verdad y de la necesidad lógica. Esta maniobra se revestirá de palabras vacías o, peor aún, será el poder el que se defina con palabras asociadas con aquello que más odia: la innovación, la participación, el mérito y el compromiso. Aquellos cuyas mentes no participen de semejante farsa serán excluidos y esta exclusión, naturalmente, se llevará a cabo de manera mediocre, a través del rechazo, la negación y el resentimiento. Este tipo de violencia simbólica es un método constatado y comprobado.”
Falsos moderados, abanderados del pensamiento único… mediócratas a fin de cuentas.