En primera persona

…representa un manifiesto airado y a la vez la confesión del periplo intelectual de Alain Finkielkraut (París, 1949) contra los que se permiten motejarlo de “reaccionario” -cuando no de “reaccionario judío sionista”-, porque el autor da muestras de lo muy ofensivo que considera dicho estigma que no puede aceptar con cinismo e incluso con orgullo -como hacemos otros, por lo menos de vez en cuando- precisamente en atención a lo que es la verdad de su pensamiento y obra.

El título responde por tanto a la necesidad de plantar cara desde la misma condición del agredido, del tergiversado, del negado, aunque no se trate por ello de “defender una verdad puramente subjetiva”:

“La verdad que yo sigo buscando todavía y siempre es la verdad de lo real; la elucidación del ser y de los acontecimientos sigue siendo, a mis ojos, prioritaria. A pesar de la fatiga y del desánimo que a veces me asaltan, prosigo con obstinación esta búsqueda. Me intereso menos por mí de lo que me afecta el mundo. Con todo, como escribió Kierkegaard, “pensar es una cosa, existir en lo que se piensa es otra”. Esta otra cosa es lo que he querido aclarar al escribir, pase por una vez, en primera persona.”

Finkielkraut se remonta así a los años de su sesentayochismo militante “a la izquierda del izquierdismo”, que fue progresivamente abandonando al reparar en que “lo poco que yo sabía de la vida en virtud de mi experiencia y mis lecturas desmentía silenciosamente sus fórmulas definitivas”, por ejemplo en lo tocante a la “liberación sexual” preconizada por los nuevos revolucionarios cuyo análisis crítico deparó la obra El nuevo desorden amoroso, coescrita con Pascal Bruckner.

Alumno de Roland Barthes en los tiempos de apogeo de las teorías del estructuralismo en Literatura y otras ramas de las llamadas Ciencias Sociales, el autor se liberó de los últimos resabios del 68’ de la mano de Emmanuel Lévinas, si bien de Sartre a Foucault sus referentes intelectuales y morales no radicaban precisamente en el pensamiento conservador o tradicionalista, como tampoco su admirado Milan Kundera, para quien no obstante lo moderno supone “avanzar, mediante nuevos descubrimientos, por el camino heredado”.

UNA VEZ MÁS LA CUESTIÓN JUDÍA

Las páginas más personales del libro atañen por supuesto a la evolución del pensamiento de Finkielkraut -o más bien de la adaptación de su propia mentalidad- acerca de “lo judío”, que comenzó tratando en El judío imaginario al albur de las reflexiones sartrianas que oponían un tipo de judío “auténtico” y orgulloso de su identidad a otro “inauténtico” que “desea, cueste lo que cueste, fundirse en la masa, hacerse indetectable, ser como todo el mundo”. Para el autor, convencido en su apuesta por no esconderse, el tiempo depararía otras conclusiones:

“Creyendo asumir tu ser lo conviertes en un espectáculo, hablas mucho y haces poco, te apropias para poner pimienta en tu vida diaria de una tragedia que ya no es la tuya. Pretendes llegar a la verdad y vives en la mentira. Te envuelves en la persecución y no hay nada que altere la tranquilidad de tu existencia. Aunque reivindiques tu parte de sufrimiento, te das la gran vida. Tienes que rendirte de una vez por todas a la evidencia: tu destino es el confort”.

Philip Roth le quitó del victimismo con su habitual sarcasmo en boca de uno de sus personajes de novela: “Si se quiere ver a judíos de Newark padecer violencias físicas, es preciso ir al consultorio de cirugía estética donde las chicas se operan la nariz. Allí es donde corre la sangre judía en el condado de Essex…” Pero que Finkielkraut renunciara a jugar el rol de víctima no es óbice para que las últimas décadas hayan vuelto a poner de relieve en Europa “la cuestión judía”, con una creciente presencia del discurso antisemita en medios culturales, periodísticos y universitarios (y sus derivadas en agresiones físicas y simbólicas, incluyendo la profanación de cementerios).

Precisamente Prensa, Universidad y Cultura se han ido convirtiendo del 68’ acá en los principales instrumentos de la represión moral e intelectual de la sociedad no menos que de sus élites, aquí y en Francia y en toda Europa como en los Estados Unidos de América. Por ello constata el autor que, lejos de haber terminado personalmente con la cuestión judía, “ella no había terminado conmigo. Me esperaba a la vuelta de la esquina y de una forma que hacía fracasar todas mis fantasías de aventura”.

Porque ya entonces, apenas un cuarto de siglo después del genocidio nazi, comenzaban a aflorar los mensajes antijudíos encubiertos en nuevas fórmulas, como presentar el antifascismo y la denuncia de las atrocidades nazis como mera salvaguarda del capitalismo; como rezaba una octavilla de aquel tiempo:

“El universo de los campos de concentración proporciona un infierno de lo más conveniente. La ideología antifascista se propone salvar la democracia por todos los medios frente al fascismo y a las dictaduras que se le asimilan más o menos. Ahora bien, a decir verdad, esta ideología es, en primer lugar, el medio de ahogar las perspectivas propias del proletariado y de integrar esta clase en la defensa del mundo capitalista”.

En nombre de la solidaridad (socialista) obrera, o en el de los palestinos a partir también de los años 70 -digamos que cuando parte de los revolucionarios europeos del 68’, reconvertidos pronto en terroristas patrocinados por la URSS y sus filiales, vieron en la “lucha palestina” otro apoyo para la suya-, el antisemitismo tradicional y la judeofobia propiamente racista convergen en señalar al Estado de Israel y al Sionismo como el nuevo Gran Satán, émulo del propio Reich hitleriano.

La lista de escritores y artistas, periodistas y todo tipo de hampones de la TV y del espectáculo que han llegado a proferir “los judíos se comportan como nazis con los palestinos” se haría interminable… por lo que Finkielkraut les opone lisa y llanamente su análisis, que refiere al obispo cristiano Marción en el siglo II d.C, pues éste fundó su propia Iglesia en la oposición entre el Dios del Antiguo Testamento y Cristo.

“Marción está de vuelta. Sus descendientes ocupan la escena y cierran, reactivando su cólera contra la Antigua Alianza, el breve paréntesis racista de la larga historia del antijudaísmo. Como son resueltamente universalistas, fustigan la decisión judía de fundar el Estado sobre la etnia cuando para todas las democracias ha sonado la hora de convertirse a la religión de la Humanidad. No tienen otro credo que la igual dignidad de las personas y denuncian, en su nombre, la preferencia por sí mismo exhibida sin vergüenza por el pueblo de Israel”.

LA RAZÓN DE LAS NACIONES

En el caso de Israel, del Sionismo, es clave entender que los supervivientes de los campos de exterminio proclamaran “Nunca más eso. (…) Nunca más moriremos así. Vamos a alguna parte de la tierra a recuperar nuestras prerrogativas de pueblo”, designio compartido incluso por los que jamás pisaron el refundado hogar judío. Pero también aboga Finkielkraut por restaurar (o restañar más bien) algunas de las características más señeras del viejo Estado-Nación, así como el respeto debido al sentimiento nacional que simplemente no admite ser deglutido por el mantra globalista como una especie de moda más en el Decurso hegeliano de la Historia.

De nuevo gracias a Kundera, y a colación del ejemplo de la revolución húngara de 1954 contra la opresión soviética, “aprendía que Europa y la nación podían ser una y misma causa”, puesto que los húngaros estaban dispuestos “a morir para que Hungría siguiera siendo Hungría y siguiera siendo Europa”. Aún más, sus tesis durante las guerra balcánicas de los años 90 le ganaron el apelativo de “Finkielcroate” por “denunciar la amalgama, que paralizaba las grandes conciencias, entre la Croacia actual y el estado ustacha instalado por Hitler”, frente a la pretendida legitimidad de una Yugoslavia socialista y “no alineada” que, en manos de Milosevic, ya se había transmutado en un Partido-Estado étnico con vocación panserbia.

Y sin duda es esta última parte de la obra la que demuestra un pensamiento más audaz, en cuanto que entronca con un debate que, a fuer de realista, no deja de ocupar también el ámbito global, pues es el mismo en Francia entre “identitarios”, “separatistas” y “globalistas” (libertarios o anticapitalistas), que en Estados Unidos con sus conflictos raciales y ahora entre el establishment y los populistas, o en el Reino Unido con el “Brexit”. A su juicio, el 11-S marcó un giro radical en la tendencia triunfalista de la Globalización en el “fin de la Historia” poscomunista:

“Después de esta fecha fatídica, la yihad se autoinvitó a intervenir en el Viejo Continente y pronto apareció a los que tenían ojos para ver la forma paroxística de un fenómeno sin precedentes: el choque de civilizaciones en el interior de las comunidades nacionales. Con la así llamada inmigración poscolonial, el reparto de un mismo patrimonio por los autóctonos y los nuevos llegados dejó de ser algo que caía por su propio peso. En los barrios extrañamente calificados de “sensibles” y que están en aumento constante, la cuestión social se plantea con agudeza, pero en unos términos nuevos. En efecto, lo social no se reduce ya a lo económico. Nuestro materialismo espontáneo se ve cogido en falta y se impone a nosotros esta constatación: los individuos no se mueven solo por sus intereses, sino también por sus pasiones, sus creencias, sus costumbres, y también actúan otras fuerzas colectivas diferentes a la casta de los dominantes y a la masa de los explotados.”

Como contrapartida, como reacción espontánea (y no producto de un desarrollo ideológico articulado consistente y conscientemente), el autor resalta:

“Al ver extenderse los territorios en que los extranjeros son precisamente ellos, sienten nostalgia de su tierra en su misma tierra. Este exilio inmóvil despierta una “voz de la memoria engullida”. (…) Se les había preparado para no otorgar valor más que a los valores, y el peligro en la propia morada les hace comprender que también están apegados a cosas, a objetos familiares, a una forma de vida modelada por el tiempo. (…) El miedo por la existencia determina la conciencia y conduce al compromiso. Las amenazas que se ciernen sobre la identidad nacional y las desgracias que la golpean les convierten, a su pesar, en sus guardianes. Por ejemplo, no pensaban en Notre-Dame de París cada día. Pero al verla en llamas, descubren lo muy apegados que estaban a ella: esta catedral no es solo una joya turística, es que, tanto si son católicos como si no lo son, es una parte de su propia sustancia”.

LA CULTURA DEGRADANTE

Por el contrario, “el Estado cultural” que ya denunciara Fumaroli procura disolver en la omnicomprensiva “cultura” toda diferencia de grado o condición, buscando rebajar lo excelso mientras se absuelve y se integra lo perverso y conformando con ello el magma del nuevo pensamiento relativista.

“No se accede a la cultura por la mediación de libros y de maestros, se flota en ella, se está dentro de ella, se diga lo que se diga o se haga lo que se haga. No hay nada que no merezca esta denominación hasta hace poco todavía muy controlada. La incultura ha desaparecido como por arte de magia sabia: “¡Todo es cultural!”, proclaman las ciencias sociales, y de ahí se deduce que todo rap es música, todo vómito verbal es poesía, toda obscenidad es flor del Mal. Hasta hace poco nadie podía salir de la charca en que vegetaba tirándose él mismo del pelo como el barón de Munchhausen. Hoy la cultura es la charca”.

No es de extrañar, entonces, que sus intervenciones públicas hayan sido hostilizadas cada vez con mayor frecuencia, pues tanto su defensa de Israel como el cuestionamiento de las bondades presuntamente ilimitadas de la Globalización -y su acerada crítica al globish o lengua de madera que le es característica, y que como indica poco tiene que ver con el inglés-, sus denuestos contra las ideologías “de género” o victimistas, o contra los biempensantes favorables a “la acogida” indiscriminada de inmigrantes, son otras tantas violaciones del código moral que tratan de imponer secundados por millones de acólitos -a medio camino entre la Cienciología y la III Internacional- los que pueden permitirse lo mismo abandonar su tierra que fundar un Estado o en su lugar una plataforma de dominio espiritual a escala planetaria.

““Solo un Dios puede salvarnos”, dijo un día Heidegger. Yo espero, por mi parte, un despertar y un sobresalto humanos. Formulo el voto menos oracular, aunque tal vez igual de piadoso, de que la política, es decir, según la definición de Hannah Arendt, el amor mundi, recupere sus derechos. Mientras espero este acontecimiento improbable, no hay nada que ocupe tanto mi corazón y mi mente como la creciente inhabitabilidad del mundo. Entre la nueva fractura social y el imperio devastador del espíritu de la técnica sobre todos los ámbitos de la realidad, no ceso de detectar sus síntomas. Si, a pesar de la dificultad nunca superada, encuentro todavía la fuerza necesaria para escribir, es bajo el aguijón de este tormento”.

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