Los hombres deshumanizados

Érase otra vez en que los hombres habían perdido el respeto a los hombres y, habiéndoles parecido por completo ridículas las varias pretensiones que el ser humano en sí -y por sí- poseía, decidieron acabar con tan leve esencia para erigir en su lugar un continente que se identificara plenamente con su contenido.

A tal fin, durante sucesivas y arduas jornadas se empezó a desmembrar a hombres y mujeres -concretamente a hombres y mujeres de los grandes núcleos urbanos, ya que, como todo el mundo sabe, el motor que hace avanzar la humana Historia no es otro que el compuesto por urbanitas de clase media-media-; las particiones, elipsis y yuxtaposiciones se llevaron a cabo con el rigor estipulado por la Junta Permanente de Ideólogos Progresistas, y pronto no hubo quien, en varios kilómetros a la redonda, más acá del perímetro de basura amontonada en el extrarradio de los grandes núcleos urbanos, conservara algo de su anterior apariencia.

La televisión siguió todo el proceso, como era de suponer: aquí el encabalgamiento de un gemido, allí una calavera incrustada a modo de bombilla en una farola; más allá una vasija con forma de mujer, más acá un tropo inverosímil haciendo referencia a nada. Todo el mundo se maravillaba, aunque un tanto fastidiado, ante este nuevo adelanto técnico-metafísico. La verdad es que la gente no abandonó su desdén hacia todo nuevo rumbo de las innovaciones en materia existencial, porque todo estaba dicho ya y, tal vez, decirlo todo de nuevo, aunque de manera distinta, fuera un trabajo tan cansino como a todas luces inútil.

Mientras tanto, la Junta Permanente de Ideólogos Progresistas había pergeñado un nuevo proyecto para intentar aliviar la desgana de la gente hacia todo lo no humano. Consistía la idea, teóricamente, en tratar de anular los distintos interrogantes sin respuesta que la gente común de las ciudades se proponía de continuo a sí misma -ya que, como todo el mundo sabe, esta clase de interrogantes son los preferidos por la gente común de las ciudades-. La Planificación De Los Argumentos Explicitativos Para El Puntual Ensamblaje Del Discurso Comfortstable En Vías De La Distribución Operativa Del Mismo corría a cargo de la Comisión Intelectual Publicitaria de la Junta Permanente, y pronto su feliz elaboración estuvo a punto y contó con el visto bueno de las autoridades competentes -autoridades que, por cierto, sería la última vez que se arrogaban semejante adjetivo-.

Aún permanece viva en mi mente la imagen concreta de lo sucedido: las pantallas digitales copaban las diversas paredes de los hogares urbanos; un despliegue sin parangón de micromicrófonos auscultaba el seguimiento masivo del Discurso Comfortstable; cada entelequia, cada singular pronombre, cada introspectiva interrogación se preparaba para recibir en sí el nuevo imperativo del progreso técnico-metafísico que habría de reparar los desarreglos existenciales de cada uno a posteriori y de por vida.

Se produjo un chispazo casi inaudible, que fue agigantando su luz poco a poco en un principio y vertiginosa y brillantemente después, hasta provocar la ceguera momentánea en todos los que atendían al programa. Tras el estallido lumínico, llegaron las distintas ráfagas anuladoras del rechazo -que, en la jerga de la Junta Permanente y sus consortes, recibían el nombre de Zoom Retroabstractivo-, las cuales tenían como misión aniquilar todo rastro de sentimiento autonocivo. Momentos después se proyectaba una retahíla de imágenes acompañadas de oraciones simples, inconexas entre sí, con el propósito de mostrar al público que nadie debía subordinarse a nadie y nada era tan complejo como para inquietar a los nuevos entes porque, de hecho, lo inteligible había sido expulsado definitivamente de la faz de la Tierra.

El experimento duró varias semanas; al cabo de este tiempo, los habitantes de los grandes y medianos y tal vez pequeños núcleos urbanos salieron a la calle para reconocer el nuevo mundo que les había sido deparado. En los arcenes, la impresión no podía ser más patética: jirones de figuras y trazos de diversos colores vagaban sin saber qué hacer ni a dónde dirigirse; no se podía reconocer nada, nada se admiraba y nada significaba ni podía ni deseaba significar; herméticos versos se hacían opacos a cualquier comprensión ajena mientras mínimas pinceladas caían desvaídas por doquier, desapareciendo ambos ante la indiferencia máxima de los que aún conservaban algún interrogante que los vertebraba, manteniéndolos en pie a duras penas.

La multitud informe, desparramada por las calles como una mancha asquerosa, presentaba un rancio y homogéneo color de podredumbre. La Junta Permanente no tardó en quedar sepultada por sus propias excrecencias, y asimismo todos los comités y comisiones, y aparatos propagandísticos y técnicos al servicio de la deshumanización del hombre. Desde las innumerables esquinas de las ciudades, las exclamaciones profirieron agónicos aullidos y las metáforas se resquebrajaron dejando al descubierto cientos de sensaciones; los hierros entrelazados se fundieron para permitir a los árboles respirar y allí donde la bombilla parpadeaba irritantemente se volvió a ver al tartamudo vendedor de periódicos.

Los hombres volvieron a imaginarse hombres, pero eso será otra vez, supongo, en algún que otro núcleo urbano –porque todo el mundo sabe, o cree saber, que este tipo de cosas sólo acontece en los núcleos urbanos-.

23 de febrero de 1999