Unos medios cada vez más didácticos

…pretenden no sólo orientar nuestra opinión, sino formarla haciendo tabula rasa de toda tradición moral anterior (si fuera menester), y ello sólo puede conducir a la desafección creciente del público informado -vulgo “opinión pública”- que abandona consecutivamente TV, redes y diarios, lo que debiera preocupar sobremanera a los responsables y periodistas de estos últimos.

Ciertamente, la crítica de Sartori es válida para el medio televisivo, por su peligrosa “sentimentalización” de la política (o de sus públicos, más bien) no antes que por el contrastado reblandecimiento de la mente que causa la exposición continuada a las telemiserias, a las telebobadas, a las ocasionales cazas de brujas televisadas en los presuntos “informativos” o en los programas de presunto “entretenimiento”.

Pero continuando con la TV, medio siglo de degradación de los contenidos conforme crecía el control sobre los mismos -por parte además de quienes han concentrado en muy pocas manos la capacidad para recabar y difundir información y opinión- depara una genuina dictadura de los grandes conglomerados que han copado el mercado de la información y el entretenimiento, consagrados en la actualidad a la acumulación de influencia política y su derivada en forma de censuras varias.

Si Walt Disney actúa globalmente como el Gran Inquisidor de contenidos para el público infantil, ya hemos visto con el mismo presidente USA Donald Trump cómo Twitter y Facebook se erigían al par en el Gran Censor político -desde su estatus privilegiado por la presunta “neutralidad” de sus administradores, cuando no dejan de representar asimismo un Gran Hermano que todo lo observa y todo lo puede manipular y encauzar a su antojo-.

En España, los diarios se prestan cada vez más al didactismo moralizante propio del falso progreso de “lo políticamente correcto”, con reconvenciones constantes a pensamientos e ideas ajenos o contrarios al ecologismo apocalíptico, al feminismo histérico, al igualitarismo subyugante y a la postre discriminatorio, etc. Pero es que a estas alturas consideran que es su deber aleccionarnos de continuo sobre nuestra salud, modos de alimentación, sexualidad o preferencias estéticas de cualquier índole.

Nada que la TV no haya hecho en una dimensión incomparablemente mayor (respecto a su impacto en el público), con más obscenidad y falta de escrúpulos que cualquier otro tipo de medio de comunicación masivo, incluidas las redes sociales que no dejan de ser, constitutivamente, un sumidero de infinidad de opiniones contrariadas, exabruptos, injurias las más de las veces producto de la espontaneidad y la inmediatez inherentes a estos canales -que ni de lejos tienen la repercusión que los medios convencionales (todavía) a día de hoy-, y no un servicio público como aquéllos.

Porque lo más pernicioso no son las campañas de bots para mover las corrientes de opinión en tal o cual dirección -se trata de un delito más o menos grave que puede ser reconocido, perseguido y castigado-, sino las campañas que implican a cientos de comunicadores de distintos medios pero unidos por la misma “necesidad” o “convicción” de ser indispensables para la transmisión del Mensaje (La Buena Nueva), sin reflexionar acerca de los intereses últimos a que sirven tales campañas.

Vivimos de nuevo en una era de higienistas y depuradores convencidos de tener al alcance en el medio plazo la creación del Hombre Nuevo que heredará la Tierra, una vez eliminadas las excrecencias particulares de la Antigua Humanidad decadente y degenerada. En el camino se realizarán multitud de experimentos -¡los que haga falta!-, así caigan millones o cientos de millones de “inadaptados” al Nuevo Tiempo del Mundo Feliz. Nos encontramos exactamente en el umbral de ese tiempo extraño, con todos los medios urgiéndonos a traspasarlo.

Pero la realidad y la vida son irreductibles al espacio rectangular de la pantalla, como la verdad, aunque resulte a estas alturas poco menos que herético sostener algo tan obvio; o algo menos obvio, en estas ciénagas del relativismo en que nos movemos, como la existencia misma de verdad, que nos permite básicamente reconocer las mentiras -aunque las televisen-.

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Hacia el primer aniversario de la masacre

…por la Covid19 en nuestro país encaminamos nuestros días pesarosos, habida cuenta de que, lejos de haber resultado procesado el Gobierno en la figura de varios de sus más conspicuos ministros (desde el presidente Sánchez al vicepresidente Iglesias, pasando por Illa, Ábalos y Grande Marlaska), los tenemos todavía dando lecciones de moral y buenas prácticas aunque no hayan valido hasta la fecha ni para prevenir y preservar, ni para curar y remediar.

Tenemos a uno de los gobiernos más ineficaces, nepotistas e incompetentes del mundo entero, cosa probada en la nefasta -de negligencia criminal son los cargos- gestión de la pandemia en España, y de sus repercusiones económicas, y todavía les sobra tiempo para continuar con su proyecto ideológico de leyes “de género”, puramente voluntaristas, aparejadas al maná de las subvenciones a lo “integrador”, “multicultural”, “trans”, “ecológico” y “digital”.

Todo very smart fandango, aunque no resulte serio para ningún sistema democrático erigido sobre la convicción de una media intelectual de la ciudadanía lo suficientemente elevada como para hacerse cargo de lo que es cierto y de lo que no pasa de farsa o carnaval, como el nuevo 8-M que preparan las que debieran haber sido también imputadas por su responsabilidad criminal en la expansión mortífera del coronavirus en Madrid y otras ciudades españolas.

Esta chusma sectaria y despótica de Podemos, que no deja de ser equiparable a la de sus socios socialistas en el Gobierno de la Nación, por mucho que Calviño o Robles conserven aún la facultad señoritista de hacer respingos con la nariz o con el tono de voz, hace mucho tiempo que debiera haber sido acallada por sus pares de los otros partidos aunque fuera menester una larga tanda de bofetadas.

Lo que antes se hacía con la vista puesta en que los críos no acabasen en el cadalso, vaya; sólo que ahora no hay cadalso sino tribuna pública, bien remunerada además, y si no que se lo cuenten a tanto viejo asesino de la Extrema (ETA, ERC, UPG, FRAP) reciclado como profesor, tertuliano de TV o agitador sindical. Pablo Hasél sólo tendrá que esperar a la primera concesión de la condicional para que lo entreviste Évole, por poner el ejemplo más claro.

Y en éstas estamos y seguiremos mientras parte de la Derecha institucionalizada se dedique a traicionar todos sus principios y a la base electoral que ha permitido durante décadas consolidar una marca y una estructura con miles de empleados y cientos de miles de seguidores. Los tiempos ya cambiaron, en todas partes y de manera radical, para entender que la política es proyecto en acción constantemente retransmitido por TV y redes.

Lo que no obsta para que, a la postre, el mero recuerdo de los datos, los hechos y los nombres, cuando se es persistente y corajudo, y con tenacidad se busca la mejor manera de que todo lo que consideramos como verdadero y mostrable y denunciable salga a la luz, y se difunda y se entienda por el común, sea el fundamento mejor para la mejor política y la mejor ciudadanía, frente a quienes han hecho un escudo de la irresponsabilidad, el frentismo, la mentira y la opacidad.

Porque a un año vista de la emergencia nacional que ha supuesto la pandemia de Covid19, se hace más necesario que nunca pasar revista de los muertos y de los vivos, de los que estuvieron a la altura y de los que se escabulleron de la escena haciendo dejación de sus funciones, de los que cumpliendo con su deber se quedaron por el camino y de los que, por el contrario, rehuyendo el suyo se mantienen aún en el machito gracias a la confusión inducida.

El legado de Trump

…consiste en haber recuperado para la Pax Americana cierto orgulloso brillo después de los desastres consecutivos de Obama y, en menor medida, Bush Jr. Su visión de las relaciones estratégicas internacionales le ha conducido al “juego del gallina” con Corea del Norte e Irán, consiguiendo revertir en parte las ventajas que dichos regímenes totalitarios habían adquirido en los últimos años a expensas de la credulidad culpable de los gobernantes de los USA y la UE.

Así mismo, en su confrontación básicamente comercial con China (aranceles, derechos de patente, dominio tecnológico), el presidente Trump forzó a nuevas negociaciones con mejores resultados para los suyos -ese abigarrado y heterogéneo cuerpo de directivos de sectores de la industria local, obreros y empleados medios, agricultores, pequeños autónomos y propietarios-, como lo hizo con México en relación con el NAFTA -algo elogiado hasta por AMLO-.

La irrupción de Trump estimuló además a sus aliados de ambos hemisferios a garantizarse sin reservas y sin complejos una soberanía adecuada, comenzando por lo militar, algo que Japón no ha tardado en asumir pero por el contrario Alemania, que lidera a fin de cuentas la UE -aunque con una tímida voz exterior-, no se ha tomado aún en serio ni siquiera con la consumación del Brexit. El Reino Unido, la India, Corea del Sur o Taiwán sí le quedan agradecidos.

Pero, por encima de todo, pues tal ha sido la magnitud de la refriega entablada contra adversarios internos y externos, y enemigos de la peor especie -que, en el caso “doméstico”, pueden ser calificados sin ambages de traidores de lesa patria-, la gesta de Trump al encaramarse al Poder desafiando el establishment conformado en las tres décadas anteriores sobrevivirá a su caída, porque poco de lo que en tan poco tiempo ha logrado deshacer será rehecho, y poco de lo que hizo se convertirá en desecho -con excepción de su zafio estilo, claro-.

Ahora que la censura de los oligarcas que rigen la web -muy a pesar del bueno de Tim Berners-Lee- se ceba con los últimos tuits de Trump, conviene recordar a los muy resabiados periodistas “antifascistas” (¡antipopulistas!) que simultáneamente fungen de tribunos de la plebe (plebe “bien informada”, eso sí) cómo siguen meramente las grandes directrices del “nuevo tiempo” establecido por los Zuckerberg, Jobs, Bezos y otros próceres del mundo actual… de marcados rasgos psicopáticos, ellos sí.

DE PUBLIC ENEMY A PUBLIC VICTIM

Aunque, como siempre desde hace más de medio siglo, la que marca la diferencia sigue siendo la TV, sobre todo cuando las distintas cadenas emiten precisamente como una sola y exclusiva TV. De este modo puede normalizarse con el tiempo la cláusula informativa “el asesinato de George Floyd” en cualquier noticia de cualquier diario del mundo, cuando el luctuoso hecho no puede ser calificado sino como “homicidio imprudente” o “brutalidad policial”.

Unos segundos de vídeo -que nada demuestran- y un lema para la posteridad (“I can’t breathe”) se convierten en la prueba de que con Trump en la Presidencia de los EEUU el Racismo Institucional ha vuelto a la Policía, que ejecuta negros por ser negros en plena calle, una vergüenza: “Black lives matter!”. Pero nada de ello es real hasta que el equipo de montaje ideológico le dota de trama, “mensaje”, background y dolby surround si es menester.

Así que el desafío de Trump sigue vigente, después de la gestión económica más exitosa en lo que va de siglo XXI y sin necesidad de haber emprendido ninguna guerra nueva -habiendo recibido el legado desastroso de Obama en el Norte de África (Libia) y Oriente Medio (Siria), respecto a Irán, Turquía o Rusia (Ucrania)-, con la nueva consideración de Israel después de su reconocimiento total con el establecimiento de la embajada en Jerusalén y el muy reciente de los países árabes, etc.

Claro que aquí no nos enteraremos hasta dentro de veintitantos años, como es costumbre en España y en el resto de Europa, sobre todo después del bombardeo de artículos diarios durante toda la legislatura -unos 1.500 en cuatro años- en (casi) todos los diarios impresos y digitales cuya unanimidad exasperada y exasperantemente antiTrump ha parecido más propia del Miniver imaginado (y a la postre experimentado) por Orwell que de una Prensa plural, libre y crítica.

Estos son los tiempos que corren, con millones de sobrevenidos antifascistas en todo Occidente que desde su sofá han pretendido plantarle cara al Gran Satán bufonesco de Donald Trump, el pérfido “magnate”, sin sospechar hasta qué punto le estaban haciendo el juego a la casta de las dinastías oligopólicas del presente más patente ante nuestros ojos: de Hollywood a las Big-Tech pasando por las grandes cadenas de TV y la Prensa y las élites de los dos grandes partidos.

UN DILETANTE EN EL GOP

De hecho, uno de los elementos del triunfo de Trump que sigue pasando desapercibido, aunque perdurará también como parte de su legado, es que su impronta haya venido finalmente de la mano del Partido Republicano (el “Grand Old Party” tan decisivo para la conformación de la tradición USA), en vez de producirse de manera “natural” desde las filas del Partido Demócrata, a quien el neoyorquino era más proclive como miembro de la característica aristocracia progre de la Gran Manzana.

Tal vez fue que, a su edad, ya no soportaba tanto esnobismo estéril y sus fábulas eco-cienciólogas, multiculturales y cibergeneristas ante el creciente expansionismo ruso, la colisión en ambos hemisferios con la todopoderosa China, y el atrevimiento cada vez mayor (11-S, maratón de Boston) de unos yihadistas financiados desde La Meca a Kabul pero con sede regular en Teherán, que tienen empantanado en todo caso a buena parte del Ejército USA en cerca de media docena de países.

Y ahora, qué duda cabe, con la Covid-19 que se ha llevado por delante a Trump -mediando aun así un más que probable fraude electoral de los partidarios de Joe Biden-, los temas del debate ya son otros, afortunadamente; y las tendencias nuevas o que se digan por la reforma, a Izquierda y Derecha, tendrán que atenderlos sin demora: la expansión e intrusión de los grandes monopolios de la Web; la protección del trabajo local; la fiscalidad de las grandes fortunas; una política exterior coherente con los intereses soberanos propios, etc.

El listón lo ha dejado muy alto para un dirigente del mundo libre, se piense lo que se piense sobre un tal “Yellowstone Wolf” (al parecer, la nueva mascota de la Izquierda concienciada).

Blanco

…es el último libro de Bret Easton Ellis (Los Ángeles, 1964) -autor de uno de los superventas más transgresores de finales del siglo XX, American Psycho- y surge más como una reacción al asfixiante predominio de lo políticamente correcto de la mano de las políticas identitarias que como un deliberado ejercicio autobiográfico, si bien funciona asimismo a modo de memorias desperdigadas por su trayectoria vital y literaria.

A fin de cuentas, sólo recordar cómo era el mundo que conocimos nos permite contrastar el estado de delirio social que padecemos actualmente los occidentales -no sólo en los Estados Unidos de América- con aquella época libérrima en la que parecía que todo iba a ir progresivamente a mejor bajo la égida del Imperio USA y el triunfo de Madonna y Michael Jackson, las películas de Spielberg y la eclosión de los yuppies de Wall Street.

Un mundo que precisamente Ellis diseccionó en su American Psycho, dando a entender que bajo la fachada de alegre desenfado únicamente enfocado al éxito profesional, tan propio de la era Reagan, se escondía la personalidad vacua de gente que no sabía muy bien para qué deseaba llegar a lo más alto. Y, no obstante, aquellos tiempos de desparrame eran más asequibles para el común de los mortales que éstos, en cuanto que todavía se podían expresar opiniones discordantes.

El título refiere precisamente al paradigma vigente del blanco o negro que anula los matices en estos tiempos de enfermiza interconectividad vía redes sociales, las cuales fomentan el exhibicionismo emocional a despecho de surtir de presuntos argumentos victimizadores a aquellos cuyas vidas dependen aparentemente del número de likes que susciten sus fotografías o comentarios sentimentales sobre cualquier tipo de asunto o problema (real o no).

Desde la portada de color blanco, donde se resalta en negrita “Blanco” de una lista de términos que podrían calificar al propio Ellis –Escritor Crítico Tuitero Hater Lover Deslenguado Transgresor Hombre Blanco Privilegiado-, hasta los títulos de las partes que componen el libro -Imperio, Actuar, Álter ego, Postsexo, Gustar, Tuitear, Postimperio, Hoy día-, el autor confronta los modelos de su niñez como hijo de boomers (nacidos entre 1945 y 1965), las polémicas de su juventud como miembro de la generación X, y la actual deriva absurda de los menores de 40 años, de quienes se burla como pobres inadaptados infantilizados por redes y TV con una sensibilidad siempre a flor de piel, y un consecuente ánimo inquisidor que ya no deja resquicio alguno a la menor expresión de humor, se trate de ironía, juegos de doble sentido o mordacidad.

NIÑOS SIN PADRES ENCIMA

Como muestra de su infancia, una época en que si se iba al cine “los padres decidían qué películas veían los niños y nosotros íbamos con ellos y punto”, cabe extraer esta larga cita, ya sin padres cerca:

“Esta permisividad respecto al contenido no resultaría aceptable para la mayoría de los padres actuales, pero en el verano de 1976 no era extraño tener once o doce años y sentarse a ver varias sesiones seguidas de La profecía en un cine inmenso con una pantalla gigante (acompañado por los hermanos mayores de otros amigos a causa de la clasificación de la película, y disfrutando la decapitación a cámara lenta de David Warner) (…) Hojeábamos los libros de Jacqueline Susann y Harold Robbins de la librería de mi abuela y veíamos El exorcista en el canal Z (…) después de que nuestros padres nos prohibieran seriamente que no la viéramos, pero, por supuesto, la vimos de todos modos y, como era de esperar, alucinamos. Veíamos sketches de gente metiéndose cocaína en Saturday Night Live y nos sentíamos atraídos por la cultura disco y las películas de terror sin ironía. Consumíamos todo eso y nada nos afectó, nunca nos perjudicó porque la oscuridad y el mal humor de la época estaban por todas partes y reinaba el pesimismo, que se consideraba un atributo de lo moderno y enrollado. Todo era un timo, todo el mundo era corrupto y a todos nos criaban con comida poco saludable. Podría argumentarse que todo eso nos jodió, o quizá, desde otro punto de vista, que nos curtió. Visto con casi cuarenta años de distancia, probablemente nos hizo menos miedosos. Sí, éramos alumnos de sexto o séptimo en una sociedad donde no existían los filtros de protección paterna. No teníamos a nuestro alcance Tube8.com, ni vídeos de fisting en el móvil, ni Cincuenta sombras de Grey ni rap gangsta ni videojuegos violentos y el terrorismo todavía no había arribado a nuestras costas, pero éramos niños que vagaban por un mundo pensado prácticamente solo para los adultos. A nadie le importaba lo que viéramos o dejáramos de ver, cómo nos sentíamos ni lo que queríamos y todavía no nos había cautivado la cultura del victimismo. Comparado con lo que se considera aceptable hoy día, cuando se mima a los niños hasta convertirlos en inútiles, fue una edad de inocencia.”

Aunque tal vez la siguiente cita condense mejor la tesis básica del libro, con su nítido contraste generacional:

“A una edad muy temprana comprendí que no llevarse más que decepciones, desilusiones y penas convertía la alegría, la felicidad, la conciencia y el éxito en más tangibles y considerablemente más intensos. No nos daban medallas por hacer un buen trabajo ni nos premiaban solo por hacer acto de presencia: había ganadores y perdedores. Todavía no existían los tiroteos en las escuelas -al menos, no eran una epidemia-, pero nos pegaban, normalmente niños mayores y por lo general sin que nuestros padres se apiadaran de nosotros, ni tan siquiera lo comentaran. Y desde luego no nos decían que éramos especiales a la menor ocasión. (Sin embargo, no recuerdo que uno solo de mis compañeros de infancia y adolescencia se suicidara, ni en el ámbito nacional ni en la educación privada de Los Ángeles). Era el desafío descontrolado de las películas de terror lo que hacía que pareciera que el mundo funcionaba así: a veces ganabas, a veces perdías, así es la vida, todo esto me está preparando para algo, es lo normal. Esas películas reflejaban la decepción de la edad adulta y de la vida, decepciones que yo ya había presenciado en el matrimonio fracasado de mis padres, en el alcoholismo de mi padre y en mi propia infelicidad y alienación infantiles, con las que lidiaba yo solo y que trataba de procesar igual de solo. Las películas de miedo rodadas en los años setenta no tenían reglas y a menudo carecían de una historia de fondo tranquilizadora que explicase el mal y lo convirtiera en una metabroma posmoderna. ¿Por qué acosaba el asesino a las estudiantes de Navidades negras? ¿Por qué era poseída Regan en El exorcista? ¿Por qué nadaba el tiburón alrededor de Amity? ¿De dónde provenían los poderes de Carrie? No había respuestas, igual que no había justificaciones concretas y con un significado ulterior para el azar de la cotidianidad: las putadas ocurren, apechuga, deja de lloriquear, asúmelo, crece, joder. Aunque con frecuencia deseaba que el mundo fuera de otro modo, también sabía -y el cine de terror contribuía a confirmarlo- que nunca iba a cambiar, una constatación que a su vez me condujo a cierta aceptación. El terror suavizó la transición desde la supuesta inocencia de la niñez a la previsible desilusión de la vida adulta y, además, afinó mi sentido de la ironía.”

TRUMP COMO CONTRAMODELO

Para quien no conozca al autor ni su obra, resulta que hablamos de un libérrimo varón homosexual que conoció el éxito con poco más de veinte años con su primera novela Menos que cero, adaptada casi de inmediato al cine -con lo que eso supone en la industria del espectáculo USA: hacerse multimillonario-, y que no ha dejado de colaborar con guiones en series de televisión y películas de Hollywood hasta nuestros días.

No obstante, también Ellis se vio enfrentado a presiones y censuras, propias por lo demás de cualquier sociedad libre y plural, a cuenta de su celebérrima American Psycho:

“En noviembre de 1990, a dos meses del lanzamiento que Simon & Schuster había anunciado en primavera, la publicación se canceló. Se habían distribuido galeradas y algunos lectores defendían (lo hubieran leído o no) el libro que yo creía haber escrito, una tenebrosa farsa con un narrador poco fiable, pero no importó: el ruido de los ofendidos retumbaba demasiado, y fui expulsado de una organización a la que ni siquiera sabía que pertenecía. Al final me permitieron quedarme el adelanto y otra editorial (de hecho, más prestigiosa) compró los derechos y se aprestó a publicar el libro en rústica en la primavera de 1991, una semana después de que, supuestamente, terminaran los combates de la Guerra del Golfo. Conforme fueron pasando los años y la controversia que rodeó a American Psycho se calmó, la novela se leyó por fin con el espíritu con el que había sido creada: como una sátira. Y algunos de sus mayores paladines fueron mujeres y feministas, como Fay Weldon y Mary Harron, que la adaptó en una elegante comedia de terror protagonizada por Christian Bale y estrenada nueve años después en la que, a diferencia de lo sucedido en Las reglas del juego, todos los diálogos y las escenas estaban tomados del libro. Lo único que aprendí de todo este asunto fue comprender que no se me daba bien prever lo que irritaría a la gente porque a mí el arte nunca me había ofendido.”

Y, no obstante, casi tres décadas después el mismo escritor que había satirizado al establishment de su tiempo, representado por el “tiburón” financiero de Wall Street, se ve prácticamente obligado a terciar en la polémica antiTrump desatada por las mismas élites progresistas de Nueva York y Los Ángeles a las que él, gracias a su éxito literario, pertenece a su manera, y de hecho se permite recordar lo más obvio:

“En American Psycho había elegido a Donald Trump como héroe de Patrick Bateman y había investigado más de una de sus odiosas prácticas empresariales, sus mentiras descaradas, cómo había dejado que Roy Cohn ejerciera de mentor suyo o el tufo racista que no desentonaba del todo en un hombre con sus orígenes y su edad. Había leído Trump, el arte de la negociación y seguido su trayectoria, y había hecho los deberes necesarios para convertir a Trump en un personaje capaz de flotar por toda la novela y ser la persona a la que Bateman aludía siempre, a la que citaba y en quien aspiraba a convertirse. Los jóvenes, los tipos de Wall Street con los que traté durante mi investigación inicial, se sentían cautivados por él. Trump les inspiraba, algo que me inquietaba en 1987, 1988 y 1989, y por eso se le menciona más de cuarenta veces en la novela. Bateman está obsesionado con Trump, el padre que nunca tuvo, el hombre que quiere ser. Quizá por eso no me cogió por sorpresa cuando el país lo eligió presidente; en el pasado había conocido a mucha gente que lo admiraba, y ahora también. Desde luego, a uno podía no gustarle que lo hubieran elegido, y aun así entender y comprender por qué lo habían votado sin sufrir una crisis mental y emocional. Cada vez que escuchaba a ciertas personas perder los papeles hablando de Trump, mi primera reacción siempre era la siguiente: “Deberías medicarte, tienes que ir al psiquiatra, tienes que parar ya de permitir que ese “hombre malo” te ayude a concebir tu vida entera como un proceso de victimización». ¿Por qué se hacían eso? Seguro que había gente -los beneficiarios del programa de protección a los inmigrantes llegados en la infancia (DACA) o aquellos de los que se ocupaba el Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE)- que estaba en su derecho de asustarse, pero ¿la clase media alta blanca de las universidades, de Hollywood, de los medios de comunicación y de Silicon Valley? Si odiabas a Trump, ¿por qué ibas a permitirle ganar metafórica además de literalmente? Pues eso es justo lo que ocurrió a lo largo del año siguiente y de 2018: la gente que detestaba a Trump se estaba obsesionando con Trump. Los progres ricos y privilegiados que yo conocía eran siempre los más histéricos y quienes peor lo pasaban.”

De hecho, acostumbrado a tener parejas millenials -varias de ellas judíos progresistas multimillonarios-, Ellis acaba por supurar la tensión que supone convivir con alguien que, lejos de representar una víctima objetiva de un «sistema injusto y opresor» (¿acaso no resuena aquí la cantinela de nuestros separatas y podemonios?), se pasa el día lloriqueando por la presunta afrenta inenarrable de tener a alguien como Trump de presidente de la Nación -cuando en rigor Trump perteneció hasta la llegada de Obama al Poder a esa élite neoyorquina del Partido Demócrata que agasajaba y financiaba a los Clinton a la menor ocasión-.

HOLLYWOOD O LA RENUNCIA A LA LIBERTAD

El libro repasa a vuelapluma diferentes episodios de la biografía literaria y cinéfila de Ellis, su educación sentimental y sus concepciones como crítico de los diversos fenómenos de masas de la cultura pop de los 70′ a nuestros días -de Richard Gere en American Gigolo, como momento fundacional de la iconografía gay en el cine, a las refrescantes bandas pop de los 80′, de Blondie a las Bangles-, sin cesar de intercalar mordaces apuntes y reflexiones morales sobre personajes convertidos por los medios de masas en «mitos» (o antimitos) y superestrellas como David Foster Wallace, Tom Cruise, Kanye West o Charlie Seen, por distintos motivos pero con un objetivo comprensivo: mostrar cómo la industria USA del entretenimiento ha pasado de fomentar la sexualidad de las figuras como medio legítimo de atraer lectores y espectadores a la taquilla y a los conciertos a convertirse en una especie de Inquisición de la No Ofensa hacia las Identidades Particulares, al devenir en el principal foco de censura y exclusión de los discrepantes de (o meramente ajenos a) la nueva sensibilidad de lo que Ellis ha denominado sarcásticamente “Generación Gallina”, en referencia a los millenials:

“Con cada vez menos empresas dirigiendo el cotarro (puede que pronto quede solo una) probablemente mis colegas se vieron en la necesidad de acatar las nuevas reglas: sobre el humor, sobre la libertad de expresión, sobre lo que era divertido y lo que ofendía. Los artistas -o, en la jerga local, los creativos- no debían forzar los límites, pasarse al lado oscuro, explorar tabúes, hacer bromas inoportunas ni llevar la contraria. Podíamos hacerlo, pero no si queríamos dar de comer a la familia. Esta nueva política te exigía vivir en un mundo donde no se ofendiera nunca a nadie, donde todos fueran siempre amables y educados y las cosas siempre inmaculadas y asexuadas, a poder ser incluso sin género, y ahí fue cuando comencé a preocuparme de verdad, cuando las empresas empezaron a querer controlar no solo lo que decías, sino también tus pensamientos e impulsos, incluso lo que soñabas. Teniendo en cuenta el aumento de la influencia de las compañías, ¿podría el público consumir productos que no estuvieran autorizados o que flirtearan temerariamente con la transgresión, la hostilidad, la incorrección política, la marginalidad, los límites de la diversidad y la inclusión forzosas, todo tipo de sexualidad o cualquier otro elemento que fuera condenado con la omnipresente etiqueta de “advertencia de contenido inapropiado”? ¿El público estaba dispuesto a que le lavaran el cerebro o ya había ocurrido? ¿Cómo podían trabajar los artistas en un ambiente donde les aterraba expresarse a su manera o correr grandes riesgos creativos que podían bordear la frontera del buen gusto o incluso la blasfemia, o que simplemente les permitieran ponerse en la piel del otro sin que se les acusara de apropiación cultural? Pongamos, por ejemplo, una actriz a la que se rechazara para un papel que se moría por interpretar porque -respira hondo, camarada- no se ajustaba perfectamente al personaje. ¿No se suponía que los artistas debían vivir en cualquier parte menos en un refugio alérgico al riesgo donde la tolerancia cero era la exigencia primera y primordial? A finales del verano de 2018, la situación no solo parecía pronosticar un futuro intimidatorio, sino un nuevo orden mundial de pesadilla. Y comprendí que yo mismo estaba cayendo en la hipérbole de la que acusaba a los demás, pero no podía evitarlo.”

Un libro valiente y necesario, que también incide en cómo las redes sociales e internet en general, con su facilismo a la hora de brindar con inmediatez cualquier tipo de satisfacción primaria al usuario, ha acabado por erradicar el riesgo, el esfuerzo y el mero deambular por las afueras de nuestro cómodo refugio para procurarnos lecturas, música, cine o sexo. O mero contacto conversacional con otros seres humanos y con la propia realidad.

Se le puede augurar, pues, una bienvenida en el mercado anglosajón (al menos) similar a la que le ha deparado a Woody Allen la publicación de sus memorias A propósito de nada -de las que también procuraré tratar próximamente en esta misma página, antes de que la Nueva Inquisición Progresista de los Ofendidos las haga registrar en su particular y demencial Índice de Libros Prohibidos-.

Apuntes sobre un planetado estresado

…funciona a modo de libro convencional de autoayuda y a la par contribuye a esclarecer un tanto la nueva (o no tan nueva) relación adictiva que mantiene la mayoría de nosotros con las llamadas “tecnologías de la información y la comunicación”, por lo que no deja de ser un best-seller al uso y sin embargo aporta la novedad, frente a los “apocalípticos” que tratan de Internet y sus disfuncionalidades desde el ámbito académico, de que es el propio adicto, el británico Matt Haig (Sheffield, 1975), el que lo aborda desde su experiencia íntima.

Haig ya venía de producir un superventas con Razones para seguir viviendo -el relato de sus traumas con la depresión que le condujo al borde del suicidio con apenas 24 años-, y es reseñable que a su facilidad para confesar al lector sus debilidades y angustias una cierta pericia narrativa (muy del gusto del lector apresurado de nuestros días) que logra estructurar un conjunto en apariencia disperso para ofrecer con agilidad una tesis algo novedosa: que es la saturación de información en un mundo hiperconectado la que nos estresa, junto a la aceleración del modo de vida que impone, la que recíprocamente hace del nuestro un planeta estresado.

“Puesto que la salud física y la salud mental están relacionadas, ¿no podía decirse lo mismo del mundo moderno y nuestros estados mentales? ¿Acaso no podían ser responsables determinados aspectos de nuestra forma de vida en el mundo moderno de cómo nos sentimos en el mundo moderno?

No sólo con relación a las cosas propias de la vida moderna, sino también a sus valores. Los valores que hacen que queramos más de lo que tenemos. Que rindamos culto al trabajo por encima del ocio. Que comparemos lo peor de nosotros con lo mejor de los demás. Que tengamos la sensación de que siempre nos falta algo.”

Adicto a Twitter y especialmente crítico con esta red social, Haig refiere su experiencia en todos los ámbitos, las cosas que ha aprendido que le ayudan y aquellas que debe evitar, y numerosos razonamientos y consejos aparecen aquí y allá a modo de listados prácticos basados en lo que a él le funcionó, junto a reflexiones críticas con el uso y abuso que hacemos de lo que, sin duda, constituye un fenomenal progreso humano para el intercambio de bienes, servicios e información, la Red de Redes, así como una vía anchísima para ejercer la solidaridad con nuestros congéneres más apartados.

“En la década de los noventa, cuando el eslogan de Microsoft preguntaba: “¿A dónde quieres ir hoy?”, se trataba de una pregunta retórica. En la era digital, la respuesta es “A todas partes”. La ansiedad, en palabras del filósofo Soren Kierkegaard, podría ser el “vértigo de la libertad”, pero en realidad toda esta libertad de elección es un milagro.

Sin embargo, si bien las opciones son infinitas, nuestra vida tiene un límite de tiempo. No podemos vivir todas las vidas. No podemos ver todas las películas, ni leer todos los libros, ni visitar todos los sitios de nuestro bello planeta. En lugar de que esto nos suponga un impedimento, necesitamos efectuar una revisión de las opciones que tenemos. Averiguar lo que es bueno para nosotros y dejar lo demás. No nos hace falta otro mundo. Todo cuanto necesitamos está aquí si dejamos de pensar que lo necesitamos todo.”

Asimismo, es esta posibilidad de acceder a cualquiera en cualquier parte del mundo la que puede resultar engañosa y a la postre nociva, pues en tanto que uno añade amigos virtuales a su día a día está quitando tiempo -el bien escaso por antonomasia, al menos en nuestras actuales sociedades- a sus próximos y allegados, en el mismo sentido en el que la solidaridad occidental parece funcionar siempre más a favor de lo exótico y lejano (que llega por TV o Internet) que de lo cercano y conocido.

Al respecto, Haig identifica y analiza el fenómeno no demasiado paradójico de que sean los medios de comunicación, mediante el markéting y las mismas noticias, los que procuren deliberadamente estados de insatisfacción y ansiedad en los consumidores:

“Cuando empecé a documentarme, no tardé en dar con algunos titulares que captaron mi atención en una era en la que todo gira en torno a captar la atención. Por supuesto, las noticias tienen por objeto tratar de estresarnos. Si tuviesen por objeto calmarnos, no serían noticias, sería yoga. O un cachorrito. Así que es irónico que los medios de comunicación hablen de la ansiedad cuando ellos mismos nos la provocan.”

Pero el autor no cae en fáciles diatribas contra los medios, ni contra el mundo moderno ni contra el capitalismo, puesto que se remite a los estudios de Pinker o cita a Hariri para enmarcar todas sus aprensiones en una realidad que depara hechos significativos como la reducción de la pobreza mundial o de la mortandad infantil. Mas tampoco se aferra a los datos contables, porque a fin de cuentas cada uno afronta y padece a su manera los problemas y “cada era plantea toda una serie de desafíos únicos y complejos”.

“Todo este catastrofismo es irracional, pero tiene un poder emocional. Y esto es algo que no sólo lo saben los que sufren de ansiedad.

Los publicistas lo saben.

Los agentes de seguros lo saben.

Los políticos lo saben.

Los jefes de redacción lo saben.

Los agitadores políticos lo saben.

Los terroristas lo saben.

Lo que en realidad vende no es el sexo. Lo que vende es el miedo.

Y ahora ya no tenemos que imaginar las peores catástrofes: podemos verlas. Literalmente. El móvil con cámara nos ha convertido a todos nosotros en fotoperiodistas. Cuando sucede algo malo de verdad -un ataque terrorista, un incendio forestal, un tsunami- siempre hay personas presentes para grabarlo.”

Junto a ejercicios de “desconexión” básicos como elegir en qué momento del día consultar las noticias, o los tuits, o las fotos y contactos de las redes sociales, recomendaciones naturistas como realizar ejercicio al aire libre, tener y disfrutar de una mascota o no desmerecer la lluvia cuando llueve y el sol cuando sale permiten a Haig componer un fresco realista de nuestra sociedad planetaria en el punto álgido de la era de la globalización, pero sin perder de vista en ningún momento que este libro pretende ser guía para orientar al aislado, al deprimido, al angustiado por la difícil senda de recuperar tiempo, espacio y mismidad en un mundo que parece querer suprimirlos.