[Publicado como editorial en el extinto diario Nuestra Hora el domingo 7 octubre de 2012.]
Este viernes el eurodiputado de UPyD Francisco Sosa Wagner estuvo en San Sebastián junto al candidato de la formación al parlamento vasco por Guipúzcoa, Nicolás de Miguel, y sostuvo que el concepto de soberanía de los estados “ha desaparecido, ya que es compartida con las instituciones europeas”, por lo que el debate sobre la misma “produce un poco de risa”, aunque ciertamente es el problema crucial ahora mismo para la estabilidad de la Nación y de la misma sociedad española. El representante de UPyD hablaba, exactamente, de los exabruptos de los nacionalismos vascos y catalán, indicando que “sólo en España, donde el debate político es tan pobre, puede producirse un debate sobre el soberanismo, que es una entelequia, una quimera”, mientras De Miguel afirmaba que UPyD “cree en la europeidad, en una Europa de los ciudadanos, no de las tribus, no de los pueblos, ni siquiera de las naciones”, y que su partido representa un mensaje de “libertad, convivencia y respeto al diferente, al ciudadano”.
En realidad, no debiera producir risa un debate que está en el centro de la crisis de identidad y valores europea, en todos y cada uno de los países europeos y en buena medida también en Estados Unidos y Rusia, y que comprende además el arduo problema de qué hacer con una masa ingente de población de todos los países en busca de lo que llamaremos una “nacionalidad de amparo”. Porque esto de no creer en las naciones es un pensamiento un tanto torpe, cuando si algo puede valorar el sujeto de derechos por encima de cualquier otro reconocimiento –incluida la misma Carta de Derechos del Hombre de la ONU, por supuesto- es la nacionalidad, que le hace depositario de derechos protegidos por el Estado de la Nación de la que, precisamente a través de la nacionalidad, se convierte en ciudadano.
Pero es que además el recurso de uno y otro es facilón frente al desafío separatista, ese “yo no soy tampoco nacionalista español” que sería muy cortés si los representantes del Estado español en el País Vasco no vinieran siendo asesinados desde hace décadas, precisamente por su defensa de la Nación y del Estado que la administra. Como siempre, se pretende de los vascos que nos sentimos españoles -sería más exacto decir que somos españoles que nos sentimos vascos, por lo menos de vez en cuando y ateniéndonos a la citada consideración de la nacionalidad-, que seamos vascos “no nacionalistas”; es decir, vascos socialistas, por ejemplo, ¿pero españoles, españolistas, nacionalistas españoles…?
Al respecto es curioso que todo el mundo tolere el nacionalismo, cuando es “democrático” o “moderado”, pero sólo si es antiespañol, mientras no se ha permitido en más de 30 años de democracia la creación de un Partido Nacionalista Español, “democrático” o “moderado” y respetuoso con la Constitución de 1978 y sus símbolos e instituciones, porque evidentemente este sería descalificado como de “extrema derecha” o bien, según identifican algunos en la actualidad, se debe a que ese partido existe y es el PP. Cosa que es falsa, o bien más que discutible, pero que flota en el ambiente y presiona al partido de Mariano Rajoy para que desdibuje todas sus señas de identidad españolistas o españolas a secas en las diferentes comunidades autónomas -dado que el chollo político y financiero reside en la España actual en los gobiernos autonómicos y sus boletines oficiales, como sistema que permite un control integral sobre la vida pública de cada región a las castas políticas regionales-. Es el feudo enfrentado a la Nación, y es precisamente contra el feudo, señorío o cacicazgo que se constituyó la Nación-Estado como forma democrática, símbolo de la Soberanía Nacional y garante y protectora de los derechos y libertades de sus ciudadanos.
Los españoles siempre hemos sido europeos
Por otro lado el europeísmo, sobre todo el relativo a las instituciones de la UE, resulta estéril sin que parta de una política exterior integral de la Nación española. Los individuos pueden ser todo lo cosmopolitas que su situación les permita, pero las naciones funcionan de manera distinta y aquí es necesario pensar en el encaje futuro de España en la Unión Europea, no en que Europa nos acoja como apátridas, bohemios y desertores. En rigor, los españoles ya somos europeos -desde Roma-, lo que queremos es que nos dejen ser españoles en España y que ser español no implique discriminación por razón de nacionalidad en nuestra propia patria.
Por supuesto, y pese a cualquier tipo de efluvio europeísta, ni Europa es una Nación, ni existe una especie de Soberanía Nacional Europea (también conocida como Soberanía Popular) que resida en la Eurocámara o en algún otro de los órganos ejecutivos de la Unión Europea. Puede que esto fuera lo pretendido por la Constitución Europea, pero ese enorme centón de derechos y regulaciones fue felizmente desechado. Porque lejos de hacernos más libres o más sensatos a los españoles, la infinidad de sus disposiciones habría de sumarse a las propias de las administraciones inferiores –Estado central, comunidades, diputaciones, municipios-, completando así el cuadro de ciudadanos de países supuestamente desarrollados que trabajan de la mañana a la noche para que el Estado les retire con cualquier excusa la mayor parte de sus ingresos honradamente ganados, mientras cientos de miles de burócratas discuten sobre el sexo de los ángeles y la calidad del aire de las ciudades europeas y la excelentes oportunidades de negocio en China y las incomparables expectativas suscitadas por las energías verdes y los nuevos nichos laborales que ofrecen las nuevas tecnologías de la información.
Échese de hecho un vistazo a la Europea real: deuda elefantiásica, paro cronificado de millones de jóvenes y hombres de mediana edad, población envejecida, rigidez económica, pérdida de talentos, trabas a la iniciativa privada y otro tipo de restricciones por doquier, incremento del racismo, falta de competitividad y sobre todo de costumbres cívicas y respeto a los derechos ciudadanos. Los españoles, cabe reiterar, siempre hemos sido europeos, y en los últimos tiempos hemos cometido de su mano algunos de los peores errores como sociedad y asistido a las aberraciones políticas más sangrantes sin que nadie en la UE haya dicho ni esta boca es mía. Hablamos de una Eurocámara que siguiendo las consignas de Zapatero en sus primeros tiempos al frente del Gobierno de España revirtió la política común respecto al régimen totalitario castrista, mientras aprobó por mayoría absoluta -aunque por pocos votos- que el Ejecutivo entablara negociaciones para “la Paz” con la organización criminal ETA.
Ser español está bien
Españoles está bien, gracias. Pero que se proteja nuestra nacionalidad de puertas afuera y de puertas adentro. Y menos especular sobre disoluciones en el éter intercultural europeo -que en realidad vagamente existe, o en mucha menor calidad y extensión que en tiempos pasados-. Los españoles debemos pensar en España, en sus problemas reales bien es cierto, con ideas enriquecedoras que superen los habituales términos falseados sobre los debates, está claro. UPyD es una apuesta regeneradora en ese sentido del debate público en España, salvo cuando cae en manidos argumentarios o disquisiciones idealistas y voluntaristas que no guardan relación con la realidad.
El problema, desde luego, nunca fue el nacionalismo español; ni siquiera el casticisimo, mucho menos el fascismo. El problema es el antiespañolismo, el propio del separatismo y su red de complicidades en otros grupos políticos, y el de una izquierda revirada que debiera sostener el sistema constitucional en vez de dedicarse, de cuando en cuando, a bordear o directamente infringir la Ley, caso del PSOE de Rubalcaba, como antes el de Zapatero y antaño el de González -que ahora repara en los “nacionalismos insolidarios”-. Se trata de poner coto a los desafueros de una clase política desmadrada –sin madre, sin Patria, sin escrúpulos ni patriotismo de ningún tipo-, y permitir a través de la democratización interna de los partidos que al menos sean representantes de los españoles únicamente los que estén encantados de serlo y quieran sacrificarse en aras del bien común de sus compatriotas. ¿Resulta tanto pedir lo que debiera ser una premisa para la elección de todo cargo público en España?